Quantcast
Channel: Entre lo cierto y lo verdadero
Viewing all 400 articles
Browse latest View live

VER LA VIDA (24)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Pedro Pablo, el segundo en edad de los hermanos, tenía grandes orejas heredadas del lado Tenreiro. Muy parecidas a las de Monseñor Tenreiro. Característica física muy difícil de disimular que insiste en aparecer en sucesivas generaciones para incomodidad tanto del que la tiene como de la de sus padres. Aunque afortunadamente hoy la operación de cirugía plástica que las domestica no es costosa y se practica de modo regular. En realidad, todos éramos orejones –las fotos lo dejan claro– pero en Jesús y Carlota el rasgo se atenuó en la adolescencia, yo lo tuve disminuido, al igual que Edgardo siempre discreto con su apariencia.

De bebé tenía otro rasgo que mamá hacía notar cuando mostraba fotos: Pedro Pablo ponía sus piernas rígidas cuando lo sentaban en la cama o en una poltrona amplia, tal como aparece en esta foto junto a Jesús la cual por detrás tiene una dedicatoria con fecha. La foto debió haberse tomado cuando tenía cinco meses y apenas se sentaba (nació el 27 de Agosto del 37).

Jesús y Pedro Pablo en Valencia en mayo de 1938

Y siempre según mamá y deduciéndolo de su postura en las fotos en las que siempre aparece como esperando autorización, fue un bebé muy dócil y risueño que dio muy poca guerra y se adaptaba fácilmente a las disciplinas típicas de esas edades: para comer, para dormir, para sus necesidades básicas. Lo cual no siempre fue así, porque cuando empezó a ir al colegio era inquieto y poco dado a seguir las pautas escolares. Y deduzco de su manera de ser cuando pude empezar a conocerlo mejor, que tenía como suspendido, es decir como impulso no expresado del todo, el deseo de evadirse de lo que lo rodeaba. De dejarse llevar por su vida interior. Rasgo que me parece que conservó hasta adulto si me atengo a una mínima conversación cuando ambos éramos ya bastante maduros.

Abajo a la izquierda Pedro Pablo en 1941. Edgardo en brazos de la abuela Elizabeth.

**********

Si me voy hacia atrás y exploro su huella en el ámbito familiar, es evidente que Pedro Pablo vivía sin ese deseo de mostrarse, de hacerse presente en los demás, que tenía por ejemplo Jesús y que yo he tenido toda mi vida. Para no hablar de la actitud adulta de Carlota, poco antes de su muerte, que exacerbó ese rasgo, el cual Jesús describió una vez diciendo que era capaz de contarle su vida a un compañero de ascensor mientras iba de la Planta Baja al piso quince.

Por ser el segundo y porque la precocidad del primero era avasallante, Pedro Pablo daba la impresión de ser callado y discreto. Lo cual era una simple impresión porque Pedro más que discreto era cauteloso. Mamá siempre dijo que él era de los hermanos el más parecido en carácter a papá. Y papá era cauteloso. Siendo de personalidad fuerte Pedro Pablo trataba de expresarse en forma contenida; un modo distinto, incluso opuesto al de su hermano más figurante que era Jesús. Pedro, en efecto, pese a su cautela desarrolló una personalidad claramente autónoma capaz de llevarlo muy temprano en edad, a decisiones que eran de él y de nadie más. Personalidad que incluía una característica que lo hizo muy especial entre nosotros: era contemporizador y afable y nunca buscaba los conflictos, muy al contrario de lo que ocurría conmigo. Y ni qué decir de Jesús.

Pedro, Carlota y Jesús en Maracay, tal vez en Septiembre de 1939. Uno de los mecedorcitos siempre a la mano para las fotos.

Foto tomada en el Hotel Jardín, en una fiesta de carnaval en 1938. El risueño Pedro Pablo y Jesús.

Piñata de los dos años de Carlota en Maracay. Pedro Pablo y Jesús esperan instrucciones. A la derecha mi corral.

Detalle de una foto con Pedro Pablo muy atento.

Una vez tuve una pelea muy fuerte con él, no recuerdo por qué motivo. Fue dura, de irnos a las manos con violencia. Y en un momento dado, mientras me apretaba contra su pecho tratando yo de zafarme lo mordí en el pecho con rabia; y aparte de gritar y suspender drásticamente el pleito por el dolor, los dientes le quedaron marcados en una herida de color morado que se veía bastante mal. Acúsome padre, es lo que se me ocurre decir cuando lo recuerdo, a la vez que reflexiono y me digo que entre hermanos puede en efecto haber violencia cruel, lo sabemos desde tiempos bíblicos. Nunca le pregunté si recordaba aquella pelea. A mí me quedó el arrepentimiento.

**********

Tuve poca conexión con él en tiempos de la infancia, poco me enteraba de lo que hacía, de lo que prefería, de lo que inventaba (por ejemplo sacarle la máxima espuma –casi sólida– al jabón azul con agua en un plato hondo de peltre, lo cual hacíamos de cuando en cuando), pese a que al menos en una ocasión inventamos algo juntos que tuvo consecuencias importantes y la narro así, de entrada. Un día de mis cinco o seis años, Pedro Pablo siete u ocho se presentó ante mí a media mañana, probablemente de un sábado, con un paquete grande de muchas cajas de fósforos de los de palitos de madera, que eran los que circulaban en Venezuela antes de la creación de la Fosforera Nacional. Lo interesante, lo atractivo de una caja de fósforos para un niño no es que se use uno por uno para prender algo sino que se prendan todos los fósforos a la vez dentro de la caja, saliendo la correspondiente llamarada, como creo que todo niño ha visto alguna vez y ha hecho mientras no lo ven. Y eso fue exactamente lo que se nos ocurrió a Pedro Pablo y a mí cuando se presentó con su paquete: prenderíamos una a una cada caja y así tendríamos una buena cantidad de llamaradas. Conseguimos pues una ponchera de peltre donde iríamos poniendo una a una las cajas encendidas. Y nos escondimos a entregarnos a ver las llamas en el sitio menos indicado: la sala de la casa, detrás del sofá. Empezamos inmediatamente, una caja, dos cajas, tres… y todas las cajas prendidas se iban juntando en la ponchera. Pero de repente un ruido, era mamá que llegaba de la calle, había que esconder todo. Y se nos ocurrió rodar la ponchera que todavía tenía algunas llamas hacia debajo del sofá. Hola mamá y demás saludos fue el siguiente capítulo, lo cual hicimos sin que pensáramos que debajo del sofá pasaba algo. Y pasaba. El forro del asiento empezó a quemarse y Cacá dio unos griticos de alarma al ver el humo mientras nosotros ayudábamos a mover el sofá, que por cierto era bastante pesado. Sí, se estaba quemando el forro, no con llamaradas, pero quemándose. Corrieron a coger agua, creo que nosotros ayudamos, alguien volteó el sofá y el agua, que se lanzaba salpicándola para no dañar el resto del mueble, calmó el avance de lo quemado. Se veía un gran hueco y los resortes del asiento sonaban shhhhhh con el salpique del agua.

Ya controlado el incendio vino el regaño; no hubo azotes porque eso ya no se acostumbraba, pero lo merecíamos.  Y el castigo consistió en dejarnos sentados el resto del día en los mecedorcitos que había a la entrada de la sala y del cuarto de Edgardo y yo; en los cuales están sentados Jesús y Pedro Pablo en la foto que acompaño.

Esta foto de Jesús y Pedro Pablo en los mecedorcitos en Maracay -1943 (donde nos sentaron castigados a Pedro y a mí) ilustra bien ambas personalidades. Al fondo el cuarto de Edgardo y yo.

**********

Lo anterior no quiere decir que Pedro Pablo fuese muy travieso sino simplemente que podía aparecerse de repente con un paquete de cajas de fósforos de procedencia desconocida. Aunque repensando ahora el incidente parece lógico pensar que lo había sacado de la despensa de la cocina, porque curucutear era una de sus habilidades. Yo sabía que como papá fumaba, compraba los fósforos por paquetes de muchas cajas, pero no se me había ocurrido curucutear en la despensa y menos aún en su escaparate, en cuyo cuarto, sin embargo, hacíamos incursiones para sacarle algunos bolívares de su monedero, incursiones en las cuales Pedro Pablo y Jesús tenían amplia experiencia. Y lo curioso es que papá nunca se quejó, lo cual me hace pensar que simplemente aceptaba la travesura, o, como lo que nos llevábamos era el sencillo (yo lo usaba para comprar estampillas), no se daba cuenta.

Y sea con dinero regalado, sea inocentemente sustraído del monedero de papá, Pedro Pablo tenía una habilidad especial para aparecerse con cosas que generalmente eran producto de una sagacidad natural –¿malicia tal vez?– que los demás no teníamos, sumada a una curiosa capacidad para ahorrar, no sólo dinero, sino cosas, con lo cual quiero decir que de repente se aparecía con algo que había encontrado no sé donde y podía ser usado en actitud de juego. Como lo que mencioné: un pedazo de jabón azul, agua, todo en un plato de peltre, y un tenedor para batir. Por eso tenía como una especie de reserva en las gavetas de su escaparate o en alguna otra parte, cosas que tenían algún interés o que podían aportarse a un determinado juego. Como lo del paquete de fósforos. Y por eso también, cuando era mayor, se aparecía con cosas bastante más sustanciales producto de su tendencia a sumar recursos –de dinero– es decir ahorrar, que sumaba pacientemente sin decírselo a nadie y así mostrar repentinamente el resultado.

Diploma de Cuarto Grado: era buen estudiante.

**********

Más o menos a sus once años nos mostró un buen día un radio portátil de pilas que había comprado. Yo me sorprendí muchísimo y aunque nunca supe en detalle cómo había logrado adquirirlo, lo más probable es que haya ahorrado guardando los regalos de cumpleaños en efectivo de los tíos. Porque los hermanos de mamá nos regalaban dinero con bastante generosidad y entre cumpleaños y navidad podíamos reunir bonitas sumas, hasta el punto de que recuerdo haber llegado a tener una vez hasta quinientos bolívares. Así que Pedro Pablo pudo haber reunido algunos cientos hasta completar una cantidad que mediando una ayudita menor de mamá pudo comprar el radio. Lo cierto es que un día se apareció con el artefacto, porque se trataba de un artefacto. Era marca Andrea y tenía forma de maletín grueso, voluminoso, con asa porque las pilas eran pesadísimas, y estuvo prestando servicio a la familia durante un cierto número de años. Estaba por supuesto a disposición de todos los hermanos, de modo que yo lo usé para oír mis juegos de béisbol durante algún paseo y Jesús para oír música clásica por Radio Nacional. Pedro Pablo se lo llevó cuando lo inscribieron en el internado del Colegio San José de Los Teques, para estudiar el cuarto año de secundaria y de allí en adelante no vi más el radio que bien pudo transformarse en algo inútil gracias al avance de la tecnología.

El radio de Pedro Pablo formó parte de la vida familiar un tiempo. Aquí un ejemplo de Internet

Otra muestra de su capacidad de ahorro fue cuando tenía unos catorce años y se apareció un día con una cámara fotográfica bastante elemental pero de cierta calidad (porque si mal no recuerdo era marca Zeiss o Voigtländer), con la cual se podían tomar fotografías con buena técnica básica, como lo prueban las dos que aquí muestro. Una la debe haber tomado él cuando Jesús, Carlota y yo junto a los hermanos Lairet (Julio y Andrés ambos hoy médicos, Andrés cardiólogo) íbamos por el Playón de Ocumare en dirección al cerro desde donde arrancaba el camino que iba hacia la bahía de Maya, vecina de Ocumare. También es de él la foto de Edgardo y yo frente al reventadero de Ocumare con cielo gris de lluvia, yo de aproximadamente trece años poco antes de mudarnos a Caracas. Pero no desarrolló Pedro Pablo una afición a la fotografía, sino que tomaba fotos aquí y allá de las cuales se han conservado muy pocas. Sin embargo, a mí me sirvió su cámara para iniciar mi propia afición, que fue muy intensa y, más moderada, la tengo hasta hoy.

Caminando por El Playón de Ocumare, Julio y Andrés Lairet con nosotros. Pedro fue el fotógrafo. Tal vez 1950.

Otra foto tomada por Pedro Pablo el mismo año de la anterior.

**********

Pedro Pablo era particularmente ordenado con sus cosas, algo necesario para una persona previsiva, porque fue con esa virtud como se fue perfilando en el ámbito familiar, rasgo que se hizo muy fuerte en él con la mayor edad hasta convertirse para una persona como yo, muy poco previsiva, en un punto de incomodidad en nuestras relaciones. Pero en la infancia la previsión no sólo es una rareza sino una indiscutible virtud si se manifiesta en una familia numerosa. Si por ejemplo faltaba algo cuando íbamos a pescar al muelle de Ocumare, Pedro Pablo lo tenía. El hilo de algodón número ocho que era el recomendado para poner el anzuelo por su resistencia y por ser difícil de ver –se suponía– para los peces, lo tenía Pedro Pablo, también los anzuelos adecuados e incluso conocía bien cómo amarrarlos al hilo y donde poner el correspondiente peso de plomo. Y sacaba catacos (una sardina más grande) con bastante facilidad. Yo, por el contrario, me iba de pesca sin tener completo lo necesario, víctima de una actitud un poquito atropellada que todavía padezco.

Esta silueta le fue hecha a papá en un tarantín de los de la Feria de Chicago de 1934. El parecido con el perfil de Pedro Pablo es claro. Mamá lo decía.

Ya un poco mayorcito su tendencia en el ámbito escolar a dejarse llevar le trajo algunos problemas. Estando en el Liceo Agustín Codazzi estudiando el segundo Año, por ejemplo, simplemente no iba a clases, si bien salía de la casa diciendo que iba. Y preferentemente con su gran amigo de ese tiempo Andrés Osechas, se iba a jugar tenis al Hotel Jardín (podía entrar el que quería y además conocían a papá), o a bañarse en la piscina y practicar clavados, en los cuales ya dije que adquirió soltura. Ante la alarma de sus mayores que pensaban que esa distracción era una grave falta que ameritaba correcciones drásticas, las cuales, por cierto, y sobre todo en esa época donde se respetaba poco el fuero de la infancia o la adolescencia, siempre tienden a ser inadecuadas. Y no sé si él estaría de acuerdo en lo que yo señalo ahora: pienso, lo pensé siempre, que no fue la mejor decisión tratar de corregir las escapadas de Pedro Pablo poniéndolo como interno en el Colegio San José de Los Teques[1], pero allí lo inscribieron y estuvo separado de nosotros durante el Cuarto Año, y si hablo por mí, nos hizo falta su presencia en la casa. Aunque había un lado positivo: cuando lo íbamos a visitar los fines de semana, pasábamos por el internado de mujeres –que se llamaba María Auxiliadora– a saludar a una de las hermanas Angarita (Omaira creo) que era gente amiga de la casa. Para mí en esas visitas se hacía realidad el sueño que todo hombre tiene de estar rodeado en plan de simpatía o de alegría (sin que necesariamente figure el componente escabroso) de decenas de niñas lindas que se interesaban en estos muchachones que éramos nosotros –los cuatro varones porque Pedro nos acompañaba– durante el tiempo que duraba la visita. A uno se le iban los ojos con las más bonitas.

**********

Andrés Osechas era hijo de un odontólogo que nos atendió a todos, y una señora francesa muy agradable y graciosa, de nombre Lissette, en mi recuerdo una hermosa mujer, dulce como no puede esperarse de un francés, que nos cantaba en su idioma Mon pays et Paris (https://www.youtube.com/watch?v=ciGz2zgR3nE) canción que ahora sé que es de Josephine Baker y que ella –la señora Osechas– tenía la delicadeza y la disposición de ánimo para, como si fuese un teatro familiar, cantar en el segundo patio de nuestra casa ante unos niños como nosotros que la escuchábamos alelados, entre ellos como espectador también su hijo. Y la cantaba agregando una invención vocal como estribilllo (un pihuihuihui hui), que se nos quedó grabado a todos y que ahora, desde este momento crepuscular en el cual evoco a mi hermano, me parece un pequeño milagro ocurrido en López Aveledo Sur Número 1, Maracay, Estado Aragua, año indefinido, probablemente 1947.

[1]Era un internado muy conocido en el centro de Venezuela regentado por los Salesianos y su muy celebrado director era el Padre Ojeda.


VER LA VIDA (25)

$
0
0

Oscar Tenreiro.

Ya me he referido al lugar que ocupó emocionalmente en todos nosotros, a lo largo de nuestra infancia y adolescencia, esa especie de retiro espiritual –interregno anualque eran las vacaciones en Ocumare de la Costa. Sin atender a una secuencia cronológica iré ocupándome de cosas sencillas o  simples que allí ocurrieron y fueron el remoto fundamento de cosas importantes.

La primera vez que fuimos a Ocumare y nos asomamos a la playa hicimos lo que hace todo el mundo: reconocer las fronteras entre playa y mar, porque el mar puede ser peligroso. Para empezar, hay que acercarse a la orilla y así lo hicimos. Uno se para en la orilla y si el mar es fuerte se siente intimidado, asoma el miedo. Si es plácido se hace invitante y tal vez engañoso. En un mar como el de Ocumare, de olas fuertes, la bahía grande de olas más fuertes en la costa central venezolana, hay que ver las olas con cuidado pensando si uno está preparado para enfrentarlas, lo cual equivale simplemente a bañarse sin que te revuelquen.

El verbo revolcar está asociado a toda playa de olas fuertes. Y revolcar significa según la RAE derribar a alguien contra el suelo…especialmente un toro al torero. Y como aquí no hay un alguien sino algo que es la ola y además no hay toro, vamos al otro significado:Vencer al adversario ¿Y cual es el adversario? la ola. Sí, en una playa como la de Ocumare las olas son adversarios que tratan de revolcarte. Revolcar pues, se convierte, cuando un niño se está bañando en una playa con olas fuertes (que es por cierto la modalidad más entretenida del baño de mar) en el verbo más utilizado cuando se habla con otros niños ¿Te revolcó?… te dejaste revolcar…me echó una revolcada…y así. De nuevo lo digo: bañarse sin que las olas te revuelquen es el objeto principal del reconocimiento que se hace desde la orilla. Pero hay que incluir otra cosa: ¿Dónde revientan las olas? O mejor ¿las olas revientan? Vayamos de nuevo al diccionario: romperse o abrirse violentamente algo lleno de aire o líquido…O sea que la ola revienta cuando rompe y golpea la arena o la roca. Las olas de Ocumare revientan. Hay playas que son distintas, y como son poco profundas las olas se deslizan en una especie de continuo deshacerse llenando de espuma la superficie. Así es por ejemplo Playa del Agua, en Margarita. Pero en Ocumare, repito, revientan y revientan duro. Es al reventar –o romper como diría un español– cuando te revuelcan, por lo cual se hace indispensable ubicar el sitio donde lo hacen, el cual en Venezuela (y leo que también en Chile) se llama reventadero, el lugar donde revientan las olas. Ya antes hablé de ese lugar cuando mencioné entre otros lugares de Ocumare al uvero junto al kiosco de Lourdes. Ahora aclaro que no es un punto sino una estrecha franja continua siempre cubierta de agua que viene a ser una de las fronteras de las que hablé. Corre a lo largo de la playa, y si el agua desapareciera podría dejar ver una zanja de unos 50 cm. de profundidad, o más si las olas son muy fuertes, sólo visible por momentos con el movimiento del agua que desciende de la playa –la resaca– para encontrarse con la nueva ola, y la masa de agua parece levantarse para mostrar el reventadero lleno de guijarros en vez de arena. Guijarros que el agua va alisando a lo largo del tiempo…

La ubicación pues del reventadero es un asunto esencial en una playa como la de Ocumare. Uno va preparado al entrar al mar para encontrar la zanja y si se es corto de estatura no hay que asustarse al quedar repentinamente con la cabeza bajo el agua, porque se saca afuera luego de superada la zanja, habiendo lógicamente tenido la precaución de intentar pasar el reventadero antes de que llegue una ola a reventar allí… y revolcarte.

Adoptamos esa estrategia pues, la del reconocimiento para poder tomar posesión de nuestro pedazo de mar desde la primera vacación en Ocumare, aun sin saber nadar.

No pude conseguir fotos de la bahía de Ocumare sin los fatídicos espigones que la alteraron. De todos modos en esta foto se aprecia la franja de espuma única del reventadero: playa de olas fuertes.

En esta foto de Internet de Playa del Agua (Margarita), se aprecia la disolución de la ola en una amplia franja: playa llana que domestica la ola.

Ocumare de la Costa (Google Earth). Se aprecian los criminales espigones insertados en la bahía original modificando radicalmente el paisaje. Del lado izquierdo estaba la casa de vacaciones de los Jesuitas

**********

Pero saber nadar era indispensable porque esa playa es profunda: a menos de 50 metros del reventadero hacia adentro, la profundidad puede ser de algo más de dos metros y a los 100 metros más de tres. Sabíamos por supuesto chapotear y mantenernos en sitio seguro donde nuestros pies tocaran fondo y nos bañábamos siempre supervisados, pero nadar no sabíamos. Así que un buen día se apareció por la playa Juan Plate, nuestro amigo pescador, con quien mamá había hablado, para darnos la primera clase de natación a los más pequeños porque Jesús y Pedro Pablo ya la habían recibido. Clase que era bastante simple y sin ningún tipo especial de preámbulo: meterse al agua, pasar el reventadero, llegar a la primera franja donde tocáramos fondo, reunirnos allí en círculo con el agua al pecho, oír las instrucciones de Juan… y aprender a flotar. Aprendizaje para el cual él nos ayudaba sosteniéndonos al principio extendidos viendo hacia arriba y respirando hondo una y otra vez, primero uno después el otro, Carlota, Edgardo y yo, hasta que fuimos capaces de flotar solos, luego de lo cual correspondía empezar a dar brazadas etc. etc. todo en secuencia más o menos improvisada hasta que en un par de días –eran clases intensivas– ya sabíamos defendernos y no mucho después debíamos nadar solos con supervisión, hasta que Juan Plate dejó de venir.

Juan Plate en los años setenta, cuando nos llevaba, ya adultos, a hacer pesca submarina.

Y vale aclarar antes de seguir adelante que en la bahía de Ocumare se distinguían tres zonas principales caracterizadas por el tamaño de las olas. Viendo desde la playa hacia el mar, podía dividirse la bahía en tres partes. A la izquierda, hacia el oeste, limitada por la prolongación rocosa del cerro –La Punta– que penetra en el mar y es el límite de la bahía, estaba la zona de olas más fuertes. Es donde se encontraba la casa vacacional de los Jesuitas de Venezuela. Luego estaba la zona central de olas moderadas y finalmente limitada por el cerro donde está la desembocadura del río –La Boca– el mar es manso pero tiene el inconveniente del limo en suspensión aportado por el río que enturbia el agua, y también la presencia eventual de ramas flotantes en tiempos de crecidas. Nuestra zona era la segunda porque hacia la punta las cosas se complicaban con las corrientes cruzadas y la resaca. [1]

**********

Tengo el recuerdo de un rato de baño con mamá cuando yo era un niño muy pequeño, antes de que pudiéramos defendernos solos. Ella se ponía para entrar al agua unas zapatillas de goma con el fin de evitar las inevitables piedritas o conchas semihundidas en la arena húmeda. Esa vez me llevó cargado hasta el borde cercano a donde llegaban las olas, otra de las fronteras de las que hablé: de un lado la arena calentada por el sol, seca y disgregada donde se enterraban los pies y al mediodía quemaba (arena que en Ocumare no es coralina, blanca, sino de un beige claro que delata la presencia de roca pulverizada); del otro lado hacia el mar la mojada, de color más oscuro, compactada por la humedad, color que ayuda a definir una frontera variable según la llegada de la última ola. En ese borde entre las dos arenas se calzó las zapatillas, para lo cual me dejó en el suelo. Una vez calzadas me volvió a cargar y fue entrando al agua, esperó que no vinieran olas, pasó el reventadero y llegó al lugar para bañarnos, más quieto, cruzado por ondas que se harían olas. Allí se dejó caer y llegamos ambos a la frescura del agua, que en nuestra tierra nunca es demasiado fría. Yo aferrado a ella tomaba mínimos sorbos de agua salada de sus hombros. Y empezó uno de esos paréntesis de ternura, tan esenciales para todo niño, privilegio especial de la madre. Me decía que hundiera la cabeza y me celebraba al hacerlo, o me soltaba para que flotara rescatándome antes de que tragara agua, como yo se lo hice a todos mis hijos y ellos se lo habrán hecho a los suyos.

Me sorprende lo vivo que está ese momento tan pequeño, un instante en comparación a una vida completa. Se suma a otro, tal vez el más antiguo que conservo: en el comedor de la casa de Maracay de espaldas a la romanilla sentado en una sillita de comer para bebé, veo la mesa con papá en la cabecera izquierda y en los lados los demás hijos, Edgardo seguramente recién nacido. Mamá se acerca con una bacinilla en la mano, me carga abrazándome y me lleva, la bacinilla colgando de su mano, saliendo del comedor. Supongo que me llevaba a dormir la siesta, luego de hacer pipí…

**********

Siempre ha sido parte de reflexiones íntimas, y al escribir regresa con fuerza como pregunta, encontrar el sentido de esos instantes.  Los evoco con alguna frecuencia y he escrito ya sobre ellos en estos tiempos de mayor edad. Sin aspirar a ser preciso iré desgranando cosas que pienso.

Puedo decir lo más obvio: por ejemplo, que son la muestra de un amor mayor, que fueron instantes similares a todos los instantes de ternura que todas las madres prodigan a sus hijos como derivación del amor que les profesan, o lo que viene a ser lo mismo: lo que significan para ellas, porque la intensidad de ese significado puede perfectamente asimilarse al amor sin que lo llamemos amor.  Puede hablarme también de la figura de la madre protectora que cuida de cerca y conduce, y lo demuestra en el juego con su hijo, un juego que es al mismo tiempo de sujeción y de libertad.

Pero hay más para mí. Algo que se remonta a mi primera juventud y resumo como un deseo íntimo de expresar la ternura. Veo esos momentos hoy como mi inicio en la expresión espontánea de la ternura.  En lo cual seguramente he sido como todos los niños, pero se convirtió en un tema de mi adolescencia, un tema subyacente; tal vez mejor, un tema que estaba allí oculto entre otros temas y afloraba de cuando en cuando con fuerza propia. Hoy pienso que me lo trasmitió mi madre, tal como se la trasmitió a todos sus hijos, como lo trasmite toda madre mediante instantes como esos instantes que narré. Y me correspondió a mi, por razones que no son razones, ser entre todos los hermanos quien lo dice, porque creo que ellos también los vivieron.

**********

Esa pregunta pudo ser lo que tiempo atrás me llevó –era mi etapa de intensa fe– a centrar mi atención en una escultura que se pierde entre otras esculturas, en el portal norte de la Catedral de Chartres.

Es muy antigua, del siglo doce, creo, y representa a Dios Padre creando a Adán. No había reparado en ella hasta que vi su foto en una tienda de souvenirs. Compré la foto y fui a contemplar la escultura en su sitio –de lejos porque está alta– y desde entonces, con veintidós años, esposa e hijo, tuve la foto conmigo para después convertirse en una especie de talismán que me acompaña. Cada vez que fui –unas cuatro veces– a ese prodigioso monumento cuyo sólo recuerdo me conmueve, le rendí tributo a esa imagen del portal de Nuestra Señora de Chartres. La de Dios Padre representado aquí como un hombre más,[2]como si fuese el Cristo, que delicadamente moldea la cabeza de Adán, delicadeza extraordinaria, expresión sin igual de la ternura hacia el hombre que nace, quien a su vez le pone la mano, con delicadeza análoga, en la pierna.

El portal norte de Chartres, no hace tanto tiempo.

Allí junto a la punta del arco ojival está Dios Padre creando a Adán.

¡Me impresionó tanto esa imagen!

Y ahora cuando regreso a ella al hablar de la ternura de mi madre, pienso que la expresión abierta de la ternura en la iconografía cristiana a través de los siglos, es un regalo a la humanidad. Esta imagen de la creación del hombre por Dios representada como un tierno gesto de amor personal correspondido por quien está siendo creado, nos lleva a pensar en el hombre como imagen y semejanza de lo más alto, de su valor como persona, como el otro que es el mismo [3] y nos llama a su encuentro, como lo propone  la filosofía de Emanuel Levinas.[4]

En la antigua escultura la ternura se muestra. Como también se muestra a través de la historia en las figuras de la Madre con el niño en unidad: un inmenso resumen de la expresión de la ternura.

Ternura materna complementaria a la del padre que protege. Esta última en el caso de los Tenreiro Degwitz desde lejos, como si estuviera detrás de una puerta entreabierta: nos vió pero no lo vimos. Estuvo siempre lejos, y sin embargo estaba.

La ternura del Padre Dios y la ternura del hombre se expresan desde el fondo de los siglos.

[1]Esta descripción de zonas ya no es aplicable a la realidad desde que en Ocumare se llevó a cabo con el pretexto de evitar la erosión de la playa uno de los peores crímenes ecológicos que se han ejecutado en Venezuela: se decidió construir, creo que a mediados de los años ochenta, tres espigones de rocas, no sólo alterando gravemente el paisaje sino creando condiciones de oleaje y en consecuencia de aporte de arena, completamente diferentes. La Punta pasó a ser zona de olas suaves, la zona central de olas fuertes y bajó el nivel de la arena en el resto de la playa, esto último creando problemas.

[2]En la iconografía cristiana Dios Padre es generalmente representado como un anciano venerable de barba blanca. Pero más antiguamente, en tiempos menos influidos por las demandas del populacho se representaba como un símbolo, generalmente el triángulo equilátero.

[3]Es el título de un cuento de Jorge Luis Borges incluído en su Libro de Arena

[4]Debo mis eventuales referencias a Emmanuel Lévinas (1906-1995), a los comentarios y conversaciones con mi hija Victoria, cuya Tesis de Doctorado presentada en la Universidad de Valencia-España en 2017 versó sobre este filósofo nacido en Lituania de origen Judío.

VER LA VIDA (26)

$
0
0

Oscar Tenreiro

He mencionado antes una de mis fascinaciones en Ocumare: la de contemplar las rompientes en el lado oculto –desde la playa– de La Punta, donde las estribaciones de roca volcánica del cerro que separa Ocumare de la bahía de Maya entran en el mar como negras láminas de bordes filosos. Allí podía quedarme si hubiera ido por mi cuenta desde las primeras veces que estuve a los seis o siete años, viendo como las olas atacaban una y otra vez las rocas, y la masa de agua regresaba a encontrarse con nuevas olas formando surtidores de espuma. Coreografía que podía repetirse siguiendo el ritmo de las olas,  aparentaba repentina calma o adquiría súbita energía que hacía saltar agua y espuma. Se formaban hermosas e intimidantes figuras que representaban el enorme poder del mar y me hacían desear que arreciara el viento y crecieran las olas para sumarse a esa especie de escándalo acuático. Uno asistía a una representación siempre variada –cada ola, cada rompiente, cada figura de espuma, diferente– todo acompañado del sonido del agua luchando consigo misma sumado al del viento, obligándonos a gritar.

Repito que aún siendo tan niño podía pensar en quedarme allí mucho tiempo observando y esperando, sobre todo en los días de mar fuerte, el impacto de la próxima ola, porque podía ser esa la que saltara más, pero también porque me resistía a irme. Sin saberlo estaba en actitud de contemplación como puede estar un niño cuando algo captura su atención y lo sume en algo parecido a la ensoñación. Contemplaba sin saber lo que es contemplación. Sentía, podía decir, que éramos tutelados, especialmente un día cuando observaba desde  un poco más arriba, junto a una cruz grande de madera que alguien había instalado en el sitio como recuerdo de alguna muerte o como homenaje religioso, tropecé en el borde y perdí momentáneamente el equilibrio debiendo agarrarme de la cruz para no trastabillar. Se lo conté a mamá exagerando y ella le dio un significado oculto. Yo también.

Pienso hoy que esos fenómenos que muestran el poder de la naturaleza como constante repetición de un dinamismo que viene desde siempre y seguirá mucho más allá del tiempo nuestro en un eterno movimiento –una cascada, un poderoso río, las olas rompiendo, el paso de las nubes, una tormenta eléctrica a lo lejos– son una forma de lenguaje que nos habla a todos, y en cierto modo nos inmoviliza, aún siendo muy niños, para recordarnos nuestra fragilidad. Veíamos las rompientes durante un buen rato desde arriba del cerro sobre las rocas. Y desde que las vi la primera vez me daba miedo pensar que pudiera estar allí abajo luchando infructuosamente con el mar: moriría sin remedio y dependería solo de que el Dios tutelar me quisiera tender la mano.  Me sentía pequeño, frágil, indefenso ante tanto poder. Su materialización en ritmos, sonidos, súbitos saltos que parecían advertencias, su total invasión de los sentidos, tenían en mí el mismo efecto semi-hipnótico que cumplen las oraciones repetitivas. Practicadas por muchos credos religiosos para hacer del murmullo y del movimiento pausado y rítmico los dueños del momento, facilitando –es un despojarse­­– la concentración y el silencio psicológico, el movimiento de la conciencia hacia asuntos superiores.  En vez de la oración monótona y repetitiva estaba presente en ese lugar del paisaje la inagotable lucha entre mar y tierra, también monótona, también repetitiva, lucha entre el movimiento y la estabilidad, figura de algo que se me escapaba. Y me detenía pensando, observando. Contemplaba.

**********

Pero más allá de La Punta, como he dicho varias veces, estaba la bahía de Maya, destino de un primer paseo cuando éramos muy chiquitos con Cacá como acompañante, que no volvimos a repetir porque no resultaba suficientemente atractivo comparado con el esfuerzo de llegar allá caminando por el cerro. El paseo podía ser fuerte por el calor y la sequedad de los cerros de la cordillera central, que cuando se aproximan al mar se van haciendo secos, escarpados y difíciles. Aparte de eso, en la playa de Maya lo único especial son unas formaciones rocosas del lado este de la bahía que forman pequeñas piscinas naturales, pero nada más porque la playa es peor que la de Ocumare.

Las tales piscinas por otra parte, ya a edades mayores, parecían una diversión para niños pequeños que las ínfulas de la pre-adolescencia en Jesús y Pedro Pablo les hacían mirar en menos. Y como los menores siempre resultan arrastrados por las simpatías o antipatías de los mayores, a nosotros –Edgardo y yo– tampoco Maya nos atraía demasiado. Así que Maya quedó en segundo término hasta que aparecieron otros motivos para que, Jesús sobre todo, la considerara un paseo adecuado: la aparición de nuevos amigos… y amigas. Así que en una de las vacaciones ya más grandecitos Jesús se dedicó a organizar un paseo a Maya formando un grupo donde destacaban sus nuevas amistades. Edgardo y yo podíamos ir sin problemas fue lo que dispuso, pero Carlota no, porque iba a obligarnos a ir más despacio debido a su lesión en la rodilla, exacerbada por una caída en uno de esos paseos. Y por supuesto Carlota se quejó, hubo discusiones y tuvo que intervenir mamá, quien para doblegar la decisión de Jesús, la cual secundábamos los otros tres varones, en un momento dado y de acuerdo con su carácter, dijo que Carlota iba sin discusión, que además iría ella también para ayudarla, y no se hablaba más del asunto. La suma de mamá al paseo nos cayó como una bomba, pero había que aceptarla, claro. Y partimos pues todos, un grupo grande, con mamá y Carlota incluidas.

Todo fue bien hasta que comenzó la parte fuerte del ascenso, que debe haber sido suficientemente intensa si hablo del efecto que fue haciendo en mamá, quien empezó a sudar a chorros y llegó un momento en el que ya no podía dar un paso cuando aún no habíamos llegado a la parte más alta. Lo recuerdo todo como un pequeño sufrimiento y veo aún a mamá sentada en una piedra buscando aire mientras nosotros no hallábamos qué hacer. Devolverse no era una opción, había que seguir. Y así, de descanso en descanso llegamos a la cima desde donde el trayecto se hizo más amable hasta que llegamos a Maya, improvisamos un sitio de sombra y allí se instaló mamá mientras nosotros nos dedicábamos a correr por la playa y alrededores. Y sería tal vez porque el baño de mar la recuperó o porque hacía menos calor, el camino de regreso lo hizo sin problemas y dejó bien sentada para nosotros la idea de que ella no aceptaría ningún tipo de discriminación con Carlota. Así era ella con sus decisiones: las afirmaba con su conducta. Daba el ejemplo podría decirse, no ordenaba lo que ella no podía hacer. Fue una de sus enseñanzas.

**********

Cecilia planeó en una de nuestras primeras vacaciones un viaje en bote con Juan Plate a la Ciénaga, bahía con arrecifes coralinos y una hermosa y no muy grande laguna interna rodeada de manglares que queda a unas seis o siete millas náuticas hacia el oeste de Ocumare. Era la primera vez, me parece, que me embarcaba en un bote de pesca de los típicos de la costa venezolana que en los años siguientes se hizo común llamar peñeros. Por alguna razón que podía ser falta de repuestos o el precario equipamiento de esos años del fin de la Segunda Guerra, el bote no tenía motor o el motor se negó a arrancar, por lo cual fue necesario irse a puro remo. Y es el tamaño de los remos, enormes y pesados; la forma como el bote avanzaba, remando Juan y su ayudante; el bogar en silencio interrumpido sólo por nuestro bullicio, lo que me quedó grabado de ese primer paseo por mar.

Juan era un tipo fornido. Cuando yo era ya adulto y nos llevaba a hacer pesca submarina, era capaz de montarse en el hombro un motor fuera de borda Evinrude de 48 caballos con total facilidad y sin pestañear, llevarlo desde un galpón en La Boca del río hasta el bote, cien metros más allá, el último tramo del camino con el agua a la rodilla y fondo lodoso, para finalmente colocarlo en el bote.

Pero esa vez lo que me llamó la atención fue cómo tomaba los muy pesados y voluminosos remos y los colocaba en su sitio, una concavidad tallada en la borda del bote, con un trozo de madera al que se enganchaba un mecate doble abrazando al remo. El bote era de los que se usan para echar las redes –el chinchorro de la costa central venezolana–grande y muy barrigón, particularmente pesado, en cuya proa había quedado una de las redes de la faena habitual cubierta por una lona. Nos habíamos montado todos en La Boca, mamá dirigiendo con el bastimento: agua en abundancia, cosas de comer, naranjas, cambures, cada quien con sombrero y mamá directora de operaciones.

Y a la Ciénaga. Uno de los remos a cargo de Juan y en el asiento de más adelante –simples tablas– su ayudante, y divididos entre proa y popa nosotros cinco.  Recuerdo bien mi sorpresa al ver que avanzábamos sin pausa y más rápido de lo que podía haber pensado y se activaba mi curiosidad de principiante ante la entrada al unísono de los remos en el agua. que salían después, una vez movidos hacia adelante por el impulso de palanca del remar, para dejar en la superficie unos pequeños remolinos, más visibles del lado de sotavento.

Ya nos alejábamos de la playa y empezábamos a doblar La Punta con sus rompientes, ahora mucho menos amenazantes vistas desde mar adentro, sitio donde muchos años después el mismo Juan me llevaba a pescar sábalos junto con mi compañero de pesca submarina[1]. No mucho tiempo después pasábamos Maya y tal vez luego de media hora o algo parecido ya estábamos entrando en La Ciénaga, lugar que me maravilló, en esa época apenas visitado porque no tiene acceso terrestre y los vacacionistas éramos muy pocos. El agua transparente, mucho más salada que la de Ocumare donde está mezclada con agua de río, y múltiples peces de muchos tamaños y colores que veíamos desde fuera porque aún no existían, o no habían llegado a Venezuela, las máscaras que unos años después se hicieron comunes, erizos visibles entre las piedras del fondo y un poco más allá el azul un poco misterioso porque el mar siempre lo parece, que iba haciéndose más intenso con la profundidad. A los manglares se acercó Juan para recolectar ostras –ya hoy no las hay– pegadas de las raíces a flor de agua. Hizo su cosecha que nos comimos con limón que él había llevado. Y chapoteamos con el entusiasmo y la alegría de nuestras cortas edades ante la presencia de Cecilia como atenta benefactora. Y quedó en todos nosotros la inquietud de volver, atendiendo a esta llamada temprana de un mundo natural. Y lo haríamos con alguna frecuencia porque ya adolescentes el lugar era ideal para iniciarse en los secretos del buceo de superficie y la pesca submarina que iba a convertirse en una de mis pasiones.

A la derecha, el oeste, Ocumare con la depresión de El Playón llena de casas que penetra hacia el sur.  Aun más al sur el pueblo de Ocumare de la Costa. La Boca está arriba a la derecha. A la izquierda de la bahía de Ocumare, Maya (las piscinitas están al terminar la playa a la derecha). Siguiendo al oeste La Ciénaga: toda la laguna interna está rodeada de manglares. La próxima bahía es Yapascua, Y finalmente la entrada a la gran bahía de Turiamo.

Estos no son los manglares de La Ciénaga, pero así son los manglares. (Internet)

Ostras en las raíces de los manglares (Internet).

En los años setenta, Pedro Gluecksmann en La Boca de Ocumare observa el escamado de un par de sábalos pescados por mi. La picúa (barracuda) en el suelo la había pescado él. El experto es un amigo de Juan Plate y los niños, como siempre, unos curiosos que se acercaron.

[1]Mi compañero de pesca submarina y después de buceo, de superficie y profundo, quien fue mi gran amigo –hoy fallecido– era Pedro Gluecksman a quien conocí en Caracas a poco de nuestra mudanza. Fue instrumental en mi descubrimiento del mundo submarino y juntos improvisamos múltiples exploraciones en tiempos de mis estudios de arquitectura y aún mucho después. Aquí una foto de cuando nos escapábamos de Caracas en los años setenta.

VER LA VIDA (27)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Desde que aprendimos a nadar, la playa de Ocumare dejó de ser un riesgo. Supimos sortear sus fuertes olas con infantil destreza, hasta el punto de que cualquier playa tranquila nos parecía aburrida, un fastidio. Si bien las noticias –porque nunca fuimos hasta allá cuando niños– sobre la Playa Grande de Choroní en días de mar fuerte hablaban de ella como más difícil que el difícil Ocumare y se decía siempre de ahogados allá, durante la temporada vacacional.

Poco tiempo después ya sabíamos correr las olas, distracción que agregó otro goce al baño. Y entre los cinco destacó Pedro Pablo como quien mejor sabía sortear las olas grandes, y dio muestras de ello una tarde temprano en la que empezó a encresparse el mar de tal manera que decidimos salirnos porque estaba demasiado fuerte. Salirse de un mar fuerte requiere tanta habilidad como entrar, para evitar que las olas que vienen detrás te revuelquen. Hay que dejarse llevar por una última ola y al apagarse salir rápido, con decisión. Así nos salimos, pero se quedó muy atrás Pedro Pablo confiado en sus habilidades, al tiempo que a lo lejos se veía alzarse una fenomenal ola que nos hizo gritar advirtiéndole el peligro; tuvimos miedo. Pero Pedro Pablo, con su estilo displicente, se regresó a enfrentarla y logró pasarla por debajo antes de reventar, sin mayores apuros. Serían tal vez las tres o un poco más, a las cinco ya había entrado en la bahía un poderoso mar de leva de los que son un verdadero espectáculo de la naturaleza. Nos habíamos salido a tiempo. No había adultos por ahí aconsejándonos, disfrutábamos de la independencia de las vacaciones, y en la casa, a tiro de piedra del sitio en el que estábamos, no había movimiento.

**********

Durante las primeras temporadas de playa fueron tomando forma ciertos hábitos, uno de ellos el cambio del calzado: las alpargatas eran de uso obligatorio. Lo cual no venía mal y era sobre todo económico, aparte de que en mi caso siempre he tenido problemas de pies, porque los tengo muy anchos, porque los tengo planos, porque tengo un modo peculiar de caminar que hace que entren por el hueco frontal de la alpargata todas las posibles piedritas que pueda haber en el camino. O sea que después de un rato de caminar de aquí para allá tenía que quitármelas para sacudir las piedritas. Lo cierto es que, si bien como todos los hermanos usaba mis alpargatas, mi autonomía de vuelo era muy reducida. Así que siempre me quedaba un poco atrás de los demás para sacudir las piedritas.

Por otro lado, como la tela de las alpargatas, y sobre todo la de esa época, se estira, al cabo de algún tiempo, para que no se nos salieran, había que ponerles unos guarales adicionales que cruzaban por encima del pie uniendo los tirantes laterales, de lo cual se encargaba mamá inmediatamente después de comprarlas.

Las alpargatas a su vez causaban algunos problemas, uno de ellos, que la suela al mojarse manchaba la planta del pie. Pero el verdadero problema es que no ofrecían suficiente protección contra las niguas, unos insectos parásitos –como si fueran pulgas– que se alojan en los pies, pican y molestan, venidos de la tierra, a donde llegan llevados por los cerdos y seguramente por otros vectores que no alcanzo a precisar. Andábamos en alpargatas por la parte de atrás de la casa, o de las casas cercanas, de las vacacionales a la orilla de la playa o de tierra adentro en el Playón, y en todo ese extenso territorio podía perfectamente haber pasado algún cerdo realengo[1], así que no tardaban en aparecer en los pies una serie de puntitos negros que picaban, cada uno una nigua con sus huevos, las cuales mamá debía extraer con un alfiler. Y tengo el recuerdo de haber sido sometido a esa operación de limpieza algunas veces, la cual por cierto no era sino levemente molesta, pero eso sí, un trabajo más para la madre de familia.

La típica alpargata venezolana

En esta ampliación de una foto que ya mostré, nosotros cuatro menos Pedro Pablo quien tomó la foto, caminando en El Playón acompañados de los hermanos Lairet (Andrés y Julio) pueden verse mis alpargatas (estoy a la derecha) y las de mi hermano Edgardo (izquierda). Jesús Antonio y Carlota no las usaban; uno por privilegio de mayor, la otra por niña…

**********

Ese andar por detrás de las casas me dejó, desde la primera vez que lo hice de muy niño, una experiencia puramente sensorial que se repetía siempre que lo hacía de nuevo, y ya más grande me llevaba hacia atrás en el tiempo. Hoy en mi recuerdo se ha transformado en una especie de alegoría sobre el clima costero venezolano marcado por esas brisas permanentes que son los vientos alisios. Su persistencia en la memoria me llevó a escribir sobre ella, y lo hago ahora de nuevo porque me permite volver hacia uno de esos momentos que nos dispensa la Madre Naturaleza. Que, si como ya he dicho, me dejo llevar por mi modo de ver la vida, me transportan hacia algo superior, abren por sí solas una ventanita hacia la Fe que me resisto a perder totalmente.

Cuando uno se asoma al mar, es decir, lo ve de cerca, a nivel del suelo y avanzada la mañana –digamos a las once– en cualquier punto de la costa de nuestro país, nos envuelve, como un abrazo de afecto, una brisa suave y persistente que reconcilia con el mundo y con uno mismo. Así recuerdo haberlo vivido más de una vez, cuando desde un sitio protegido del sol directo pero abierto generosamente en todas direcciones, uno de esos balcones o terrazas que se resumen en el de la casa nuestra de Ocumare, me sentaba viendo la superficie del mar, limitada por el horizonte. Brisa paradisíaca en el sentido, no de un paraíso de figuras luminosas imaginado en el Renacimiento e interpretado por un romántico como son las del Dante-Doré que aquí he mostrado, sino como una muestra mucho más terrena de la bondad: el simple movimiento de las masas de aire en un cielo sereno y azul que nos lleva a desear que el tiempo se detenga. Para dejar pasar el aire por la piel y decir con Alberto Caeiro: [2] Toda la paz de la Naturaleza a solas / viene a sentarse a mi lado. Se hacía –se hace– posible entonces saborear la vida en el instante que todos buscamos instintivamente. El que buscaba mi padre cuando rodaba su silla de extensión hacia el borde de la arena y mamá se sentaba a su lado.  En la sombra.

Pero siguiendo el ritmo de cualquier día, impulsado por la curiosidad o el hastío infantil, si me alejaba del mirador marino e iba hacia la parte de atrás de la casa convirtiendo al terreno en barrera que detenía la brisa, la impresión cambiaba radicalmente. No sólo la hermosura del amplio horizonte desaparece transformada en reclusión mucho menos atractiva, sino que se instala un repentino silencio al desaparecer el rumor de las olas y el golpe del viento en la cara. Se abalanza sobre uno el calor real no atenuado por el paso del aire, se imponen las condiciones que se le atribuyen al clima de nuestras latitudes. Surgía entonces con este simple traslado de aquí para allá, un mundo diferente, el de los torditos, pajaritos negros de nuestras playas, explorando el árbol de uva de playa o los almendrones, el correr de los cotejos y el ruido de los pasos sobre las hojas caídas, los cangrejos –a veces los azules– que querían salir sigilosos de sus madrigueras: era el ambiente de tierra adentro que se iniciaba, o que terminaba, según la dirección de nuestro movimiento. Ya no estábamos en el mar, allí empezaba nuestra tierra.

**********

Probar puntería parece tener siempre un atractivo especial en niños y adultos. Yo cedí a ese atractivo de modo especialmente fuerte. He contado cuanto me atraía el rifle de aire de mi amigo Franco Russo y cómo me ejercitaba buscando matar pajaritos, un objetivo nada recomendable pero que estaba vivo en mis deseos y reconozco con rubor. Sin que haya mencionado que un rifle de aire que había donde mi tío Oscar en Valencia ya había estado en mis manos y me había quedado el deseo de tener uno, deseo que sólo se cumplió cuando adulto. Todavía está el rifle por allí en un closet de mi casa. Pero quedó a mi alcance un instrumento para probar puntería que habría de ocupar toda mi atención durante un buen tiempo convirtiéndose en una fiebre: la china, o dicho en español más universal la honda –tirachinas en España–construida con una horqueta, una vieja tripa de rueda de bicicleta cortada en tiras y un pedazo de cuero sacado de alguna cartera de mujer en desuso.

China parecida a la venezolana.Demasiado bien hecha y los tirantes de una goma especial. (Internet)

La horqueta debía ser de un árbol de madera dura y era siempre difícil encontrar una apropiada. Las mejores eran de palo de guayaba, pero los arbolitos de guayaba no estaban tan a la mano, así que la mía era de una madera cualquiera, no recuerdo cual, y le instalé las gomas y el cuerito para la piedra imitando otras chinas hasta lograr un resultado aceptable. Y comencé a probar puntería en la parte de atrás de la casa con los cotejos[3] que merodeaban. Hasta lograr darle a uno que ha quedado para mí como la única víctima de mi china, si no tomo en cuenta que sólo lo aturdí y se recuperó. Pero así y todo me preparé en esa misma vacación para ir de caza. Que consistió en una sola salida junto con un amigo lugareño cuyo nombre ya no tengo, quien con su china se presentó en nuestra casa una mañana y salimos juntos camino del cerro de La Punta, como ya he dicho, el límite oeste de la bahía, al cual comenzamos a subir tomando el camino que llevaba hacia Maya, la bahía que sigue a la de Ocumare, a ver si veíamos alguna palomita que sabíamos propias de esa zona. Anduvimos por esas laderas rocosas y muy secas, tan secas que parecía el peor escenario para encontrarnos con una paloma, durante un par de horas con ningún resultado, hasta que por fin ante la evidencia del fracaso emprendimos el regreso un poco derrotados.

**********

Pero no todo estaba perdido. En el tope de una pared que limitaba el patio de una de las casas construidas al pie del cerro estaban tranquilamente un par de palomas. Eran palomas caseras evidentemente, pero para estos dos cazadores frustrados se ofrecían como un objetivo inesperado de la excursión de caza. Mi amigo tenía puntería y la ejercitó inmediatamente derribando la primera y un poco después la segunda… ¡éxito total! Las dos palomas, muertas ya, quedaron en nuestra propiedad sin problemas…hasta que se sintieron los gritos escandalizados de una señora que desde el patio de la casa lanzaba toda clase de calificativos dudosos contra este par de salvajes que acababan de matar dos de sus palomas.

Salimos corriendo cerro abajo cada uno con una paloma en la mano. las cuales para completar el cuadro bárbaro me parece que eran blancas. Pero a nosotros, impertérritos, nos interesaban sólo los trofeos de caza. Así se los presentamos al llegar a la casa a Gregorita Balcázar la cocinera, pidiéndole que las cocinara. Sospechó algo al principio, pero acabó por aceptar que eran palomas semi-silvestres (que tal vez lo eran, por cierto). Y las cocinó con salsa y todo, porque Gregorita era una gran cocinera. Mamá sólo se enteró cuando estaban en los platos. Mi amigo y yo almorzamos un buen guiso de paloma.

Y digo para terminar que espero ser perdonado por quienes lean de nuestra travesura en nombre de la muy significativa manera de ver la vida que tenían un par de niños que lo que más les importaba es hacer el papel de cazadores. Y acercarse, aunque fuese por una vía un tanto dudosa, a la imagen adulta, puede ser una de las cosas más importantes para cualquier niño. Yo mismo hace mucho tiempo que me perdoné. Y tal vez volvería a ser cómplice de un asesinato de palomas.

[1]Realengo se le dice en Venezuela, si es persona, a quien vaga sin pertenecer a un lugar u obedecer a la ley, y si es animal, sin tener dueño.

[2]En su libro El Guardador de Rebaños (1925) que Fernando Pessoa presentó como escrito por su heterónimo Alberto Caeiro.

[3]Lagartija común

VER LA VIDA (28)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Los viajes a Valencia fueron parte importante de nuestra vida familiar en los años infantiles y pre-adolescentes. En general los motivaba el Año Nuevo porque Navidades la pasábamos siempre en Maracay, pero de muy niños nos llevaban a los cumpleaños de la abuela el primero de Diciembre. Más grandecitos eran ocasiones festivas en las que esperábamos encontrarnos –y jugar– con nuestros numerosos primos. Y en general disfrutar de cosas que Maracay no nos ofrecía, como por ejemplo la exploración de ese lado de la familia y el baño en piscina donde dos de los tíos. A causa de las desavenencias parentales vivimos allá estudiando yo Cuarto Grado en 1946-47 tiempo en el que  agotamos la búsqueda curiosa puertas adentro, y también experimentamos los efectos de un prolongado cambio de ambiente.

Se me escapan las fechas, pero me parece que debido al estricto duelo que guardó mamá, estuvimos en Valencia la Semana Santa del año de la muerte de la abuela Elizabeth el 16 de febrero de 1949 y también, dejando a Ocumare relegado, las vacaciones de ese año, durante las cuales recuerdo como una experiencia interesante que estuvimos no sólo curioseando sino incluso trabajando en la fábrica de Sombreros Degwitz, la cual cerraría sus puertas pocos años después. En 1951 pasamos allá los carnavales, con octavita y todo.

La experiencia de Sombreros Degwitz la permitió y estimuló el tío Guillermo, el segundo en edad de los tíos, quien era el Gerente de la fábrica, la cual quedaba al lado de la casa de los abuelos, donde pasamos buena parte de esas vacaciones escolares. Ocupaba la fábrica todo el lado sur de la manzana[1]y lo más interesante era que se trataba de una industria autónoma: se bastaba a sí misma. Y por supuesto, toda la maquinaria era alemana. Sin duda el gran orgullo del abuelo, que no alcanzó a disfrutar debido a su temprana muerte.

**********

Estábamos autorizados a husmear por todos los rincones a condición de no entorpecer.  El impacto visual de las maquinarias y lo ingenioso de su mecánica excitaba la curiosidad y la imaginación, comenzando por ejemplo con la caldera de gasoil, un gran cilindro acostado sobre el lado largo, en uno de cuyos extremos por una abertura podía verse el quemador con sus llamas, visión que me impresionaba y me hacía pensar en el infierno. Esa caldera producía vapor esencial para los procesos empezando por una máquina que movía una enorme rueda –de por lo menos tres metros de diámetro– conectada con un generador de electricidad que abastecía todos los sistemas. Ver el comienzo de su movimiento todas las mañanas temprano era un espectáculo. Más allá una máquina también voluminosa escardaba la lana, importada en grandes pacas que se apilaban en un patio anexo, material básico de los sombreros. No recuerdo cómo se iba transformando la lana, pero en un momento dado de una de las máquinas salían unos conos que anticipaban ya la forma del sombrero. A lo largo de los distintos puestos de trabajo, por una red de tuberías circulaba el vapor que se usaba en el moldeado y demás preparativos, en algunas de las cuales, sobre todo en las que tenían surtidores de vapor que se aplicaba para hacer manejable el material, nos deteníamos a observar absortos la habilidad de los obreros para moldear el futuro sombrero sin quemarse las manos. En la etapa final había una especie de gran plancha que le daba la forma final a la copa, después de lo cual empezaban las tareas de acabados que culminaban con la impresión de un sello con una prensa manual en la cinta del lado interno del sombrero y la colocación en cajas para su transporte. Allí en esos pasos finales, nos pusieron a trabajar durante toda una semana, dirigidos por los obreros –había muchas mujeres– que rápidamente nos adoptaron y nos daban las instrucciones necesarias. Yo me ocupé de la prensa que imprimía la marca en letras doradas gracias a un papel dorado que se prensaba contra un molde con letras y números poniendo en el medio la cinta del sombrero. Después de un tiempo equivocándome bastante logré un resultado aceptable. Y lo mejor vendría el sábado en la mañana, día de pago, cuando junto con los sobrecitos del dinero de los obreros nos entregaron uno a cada uno de con algunos bolívares, no recuerdo cuantos, inesperada recompensa…

**********

Para fin de año viajábamos desde Maracay para llegar en la tarde a tiempo de cambiarnos y esperar la llegada de los numerosos primos, especialmente los Degwitz Figueredo, muy próximos en edad, a quienes se sumaban a veces los que venían de Caracas. Y empezaba esa especie de permanente actitud de juego que es privilegio infantil. Jugar en el sentido que la palabra tiene para un niño, que más que a un juego específico se refiere a una actitud: estar con alguien de la misma o parecida edad, en plan de hacer algo juntos sin interferencias de los mayores, y sobre todo reír y hacer reír al otro. Y de eso se trataba en las tardes-noches que precedían la llegada del Año Nuevo: ir de aquí para allá a todo lo largo de la casa produciendo un bullicio que no alterara demasiado a los mayores, con el patio de atrás como lugar preferido junto a la medianera de la fábrica de sombreros. Y entre los primos había algunos con los que había que contar para aumentar el disfrute. Uno de ellos era Carlitos, la otra Ana Teresita, ambos hijos de Ana Teresa Figueredo y Carlos el hermano de Cecilia; los dos de una simpatía desbordante y sobre todo productores permanentes de ocurrencias. Anita se hizo muy cercana a Carlota y Carlitos mantuvo contacto estrecho con nosotros hasta la adolescencia temprana, y aún después en su amistad con mi hermano Edgardo. Murió demasiado joven, dejando en mí –hablo de como lo vi siempre– la imagen de la simpatía viviente, esa cualidad que algunas personas tienen de llevar cordialidad en todo instante, haciendo presente el placer de estar vivo. Conocí después de Carlitos a un par de personas así y se me antoja cuando estoy en clave de imaginar posteridades, que estarán en el lugar destinado a quienes, al parecer y sin ahondar demasiado, vieron la vida en actitud sonreída.

Foto de familia en Diciembre de 1940, Estoy en el regazo de la abuela, a su derecha Jesús; a sus pies Pedro Pablo y la prima Elena. En la última fila a la derecha, en el extremo, Tía Alesia con Carlitos y a su derecha mamá con Carlota. Papá de pie detrás de la abuela y de la prima Clara; a su izquierda Hermann, a su derecha Guillermo. Edgardo no había nacido.

Diciembre de 1941. Ya Edgardo nació y está en brazos de la abuela; a su lado Pedro Pablo, Jesús sentado en el suelo a la derecha al lado de la prima Elena. Mamá con Carlota cargada arriba a la derecha y después de tía Carlota y Alesia papá me tiene cargado y se asoma con dificultad. En el extremo opuesto a mamá, el tío Ricardo cargando a la prima Herminia

Un fragmento de esta foto ya la publiqué al hablar de Carlota. Aquí los primos que más se conectaban. Yo de marinero en el medio, Edgardo detrás y también Carlota. A mi derecha el primo Oscar, a mi izq. Gustavo, de Caracas; detrás de Edgardo Carlos Henrique también de Caracas, en los extremos del lado izquierdo Ana Teresita, del derecho Elena. La fecha: 1945.

 

**********

El cambio escolar repentino también tuvo consecuencias. No me aventuro a especular en el caso de los hermanos, pero para mí, aún a mi poca edad –ocho años– tuvo repercusiones. Por un lado, no muy positivas si me refiero al rendimiento, porque fue el año de primaria en el que tuve peores notas. Pero en otros aspectos fue bueno. Por una parte era un colegio –Colegio La Salle–mucho más estructurado que el San Pedro Alejandrino. Funcionaba en un edificio construido especialmente, no muy atractivo, de arquitectura rígida y desangelada, triste, normada por criterios españoles propios de la organización La Salle-España que se aplicaron no sólo en Valencia sino en Caracas (Tienda Honda-Sebucán), y Barquisimeto. El resultado no era el mejor, pero en fin de cuentas tenía una compostura de la cual carecía la casona del San Pedro Alejandrino. Así que venía a ser un mejoramiento de nivel, a lo cual habría que agregar que el cuerpo de maestros y profesores –Jesús y Pedro Pablo ya estaban en secundaria– lo integraban Hermanos Cristianos de origen español con buena preparación, que ejercían un tipo de pedagogía que pese a ser tradicional, era bastante eficaz. Y en Cuarto Grado se encargaba de aplicarla el Hermano Elías con quien tuve una buena relación si dejo fuera su poco sentido del humor y esa tiesura española que tan distante resulta para cualquier niño de esta parte del mundo.   Se trataba en fin de cuentas de un típico colegio de curas de esos tiempos venezolanos, en el cual el deporte era el fútbol y donde había una constante referencia al escenario religioso que está en el origen de la congregación.

**********

Escenario que podría pensarse tuvo en mí un efecto particular si se considera el curioso –por inesperado– impulso que tuve y se mantuvo durante un tiempo, ya a la puerta de las vacaciones de fin del próximo curso que haríamos en Maracay, de entrar en el mundo eclesiástico. Dicho en otras palabras, de hacerme sacerdote. Y lo juzgo curioso porque surgió de un modo sorpresivo, como algo íntimo, impulsivo, que podría comparar, por la dificultad de encontrar las razones que lo motivaron, con el deseo que tuve y explicaré más adelante de aprender a tocar violín, comparación que equipara ambos deseos como caprichos que podrían esperarse de un niño de mi edad, comparables tal vez  a fantasías vinculadas a un ambiente distinto, menos rutinario, sensación de cambiar, de destacarse sobre lo inmediato que se presenta en uno muchas veces, niño o no,  y en este caso deja espacio para preguntarse si no es de ese modo que maduran las vocaciones tempranas que terminan siendo posiciones duraderas ante la vida. Impulso, capricho o fantasía, sobre el cual conversaba con un amigo cuya figura recuerdo con claridad y el nombre menos, que sé que estaba entre Lara y Ojeda, y así lo llamaré. Era también lo suficientemente fantasioso como para sumarse a mi deseo; pero a la vez particularmente ingenuo como lo demuestra lo que me contó después de haber visto el año anterior, por segunda vez, la película Escuela de Sirenas con Esther Williams[2]: salió del cine decidido a irse de Venezuela cuando fuera mayor en búsqueda de un ambiente similar al que se describe en esa película. Pensó que ese era su destino. A él, me decía, ese modo de vida lo había maravillado y quería buscarlo. Me contó que tuvo eso en la cabeza cierto tiempo hasta darse cuenta de que semejante intención era imposible de cumplir.

**********

 Y en realidad Lara-Ojeda no era tan ingenuo si vemos el asunto fuera del peso de la ideología: era simplemente un niño sensible a los estímulos como lo era yo o cualquiera, que antes del despertar de su sexualidad –8 yo como he dicho, él tal vez 10– reaccionaba a uno tan fuerte como el de una película llena de imágenes rosadas, bien maquilladas, que mostraban un mundo en el que todos tenían su puesto fuera de sospecha alguna. Para él, hacerlo posible en su vida era un objetivo razonable. De habitante en ciernes de una ciudad pueblerina en la cual lo primitivo y bárbaro se mezcla con lo sencillo y auténtico, quería pasar a ser protagonista de una vida fácil con dinero disponible, parte de un mundo amabilísimo y cursi, rodeado de sirenas, mujeres hermosas que danzan coreografías acuáticas, tal como si saltara a vivir en la pantalla a la manera de la película que muchos años después produjo y dirigió Woody Allen[3]. Deseo de ser parte de un mundo que, si la ideología no interfiere, quedaría claro que es perfectamente análogo al que se le ofrece, en nombre de la revolución y las múltiples patrañas totalitarias, a los niños que participan en un acto público lanzando loas al padrecito Fidel casi gritando y con dicción tajante y ensayada. Tan inducido artificialmente es uno como el otro.

En todo caso, ahora la fantasía de Lara-Ojeda era radicalmente distinta y coincidía con la mía: también deseaba ser sacerdote, lo cual por cierto resultaba creíble en él por su mayor edad –ya dije que le supongo dos años más que yo– y era además muy religioso. O sea que éramos un par de muchachos fantasiosos que queríamos cambiar nuestro mundo, hacerlo ideal. Lo lograríamos mediante nuestra transformación en sacerdotes.

Y veo ahora al echar el cuento sobre este episodio tan particular, que sin estar consciente de ello, estaba repitiendo en cierta medida la historia de mi padre cuando entró al Seminario de Caracas en 1918 de 13-14 años.  Una emulación completamente casual que sin embargo hace pensar.

Lo cierto es que ese par de fantasiosos, mi amigo Lara-Ojeda, flaco, de anteojos, de pelo castaño claro, y yo, decidimos un día, no sé cómo ni cual fue el camino que seguimos para ser recibidos, acercarnos al Seminario de Valencia a hablar con un cura conocido de él acerca de nuestra intención, cosa que hicimos. Y tengo clara la imagen de él y yo identificándonos en la entrada hasta ser conducidos a una oficina donde nos sentamos frente a un cura que estaba detrás de un escritorio. Nos oyó con mucha atención y al final de nuestros alegatos nos dijo que todo estaba muy bien pero que había que esperar que el tiempo actuara. Éramos demasiado jóvenes para tener seguridad acerca de nuestro deseo. Nos invitaba además a tener un corto momento de oración en la capilla antes de irnos.

Y allá fuimos, lo recuerdo muy bien. Era un lugar sombrío en el cual destacaba un Cristo bastante grande que estaba sobre el Altar mayor –reconstruyo e imagino– y ante él, arrodillados y silenciosos Lara y yo pronunciamos algunas oraciones. No era una representación, era un momento auténtico como pocos he tenido y eso lo hace vívido.

No iba a durar mucho mi impulso. Al regresar a Maracay ya no insistí más en la idea y vendría la Primera Comunión con otro estado de ánimo. Además, como he dicho ya, yo nunca hubiera podido ser sacerdote: aparte de que la mujer es demasiado importante para mí, perseverar en un mundo austero y delimitado me hubiera sido imposible.

No era el Cristo de Velásquez que aquí vemos el que estaba en la capilla del Seminario, pero sería tal vez una mala copia. Desde luego allí había un Cristo.

[1]Quedaba entre la Calle Constitución, hoy llamada Ave. 100 y la actual Ave Urdaneta, a lo largo de la Calle Comercio que era el límite del lado más largo. Los suministros eran por la Calle Comercio y la fachada comercial por la Ave. 100.

[2]Estrenada en EUA en 1944. Los actores: Esther Williams, Red Skelton. Tuvo mucho éxito en el mundo y también aquí, manteniéndose en las carteleras venezolanas en los dos o tres años que siguieron. En ella el tenor colombiano Carlos Julio Ramírez interpretó la canción Muñequita Linda de María Grever que pese a su evidente cursilería fue muy celebrada https://www.youtube.com/watch?v=MLtbbMdICwU. Aún se canta e inspira pensamientos románticos. Ví la película un par de veces.

[3]Hablo de La Rosa Púrpura del Cairo rodada en 1985, con Mia Farrow, Jeff Daniels, Danny Aiello, Edward Herrmann y otros.

VER LA VIDA (29)

$
0
0

Dije antes que el año en el que murió la abuela Elizabeth, en 1949 el 16 de febrero, no fuimos en Semana Santa a Ocumare sino la pasamos en Valencia. Y la Semana Santa estuvo muy lejos de ser aburrida. Fue más bien toda una experiencia vinculada a los ritos católicos de esas fechas, que por el carácter pintoresco y evocador que el ritual establecido tiene, en un niño se estimula la imaginación y hay lugar para esa actitud de jugar que he mencionado.  Así que la disfrutamos bastante, sin que perdiésemos de vista el significado de aquello en lo que participábamos, de lo cual se encargaba de informarnos mamá y la tía Alesia. Las procesiones fueron ocasiones que pese a la solemnidad triste de la imaginería que las caracteriza, nos ofrecieron bastantes oportunidades para buscar una forma de divertirnos buscando salirnos de la vigilancia directa y echándonos alguna escapadita por entre la multitud. A mí particularmente me gustaba mucho andar con la vela y el cucurucho de cartón que protege de la cera derretida, porque las procesiones eran en las tardes y se prolongaban hasta que estuviera casi oscuro. Asunto este de las velas, por cierto, que de vez en cuando ocasionaba alarma porque a alguna mujer se le prendía el velo que llevaba en su cabeza (porque en esa época las mujeres debían usarlo para participar en los ritos católicos), muchos de simple tul muy livianitos, lo cual generalmente evitaba el riesgo de una quemadura porque el velo terminaba quemándose completo en el suelo. Y más de un cuento hubo sobre la presencia en la procesión de zagaletones fuera de control que se entretenían prendiendo velos. Pasó más de una vez.

Para los jóvenes: estos son los velos de antes. (Internet)

También era entretenido ir en el carro de la tía Alesia a visitar los monumentos, palabra un poco rimbombante, sin embargo incorporada a la tradición católica de Semana Santa para designar los arreglos florales y decorativos de la capilla o altar donde se guarda la hostia consagrada durante el Jueves y el Viernes Santo. Había que visitar un determinado número de monumentos en las distintas iglesias de la ciudad para ser merecedor de indulgencias, y eso hacía bastante movida y atractiva para un niño la tarde-noche en cuestión. Y mi recuerdo es que en efecto los monumentos de las distintas parroquias se hacían con esmero y no se escatimaba en arreglos florales que dentro de los límites pueblerinos que podían esperarse no estaban exentos de buen gusto.

Y lo que venía a ser como el cierre de la Semana Santa si bien ocurría el Viernes Santo en la tarde, era el Sermón de las Siete Palabras a cargo de Monseñor Jesús María Pellín, trasmitido desde la Iglesia de Santa Teresa en Caracas y retrasmitido por las emisoras locales. Monseñor Pellín había adquirido fama por su facilidad oratoria y su habilidad para establecer vínculos entre las palabras de Cristo tal como aparecen en el Evangelio y los hechos nacionales de actualidad. Y sin que pueda asegurarlo respecto a esta Semana Santa valenciana, si recuerdo un par de veces haber estado junto al radio con papá y mamá atentos al famoso sermón, el cual papá insistía siempre en escuchar.

Procesión del llamado Nazareno de San Pablo –Miércoles Santo– el presente año, frente a la Iglesia de Santa Teresa en Caracas (las de Valencia en 1949 eran mucho más austeras).(Internet)

**********

Cuanto de toda esta ritualidad quedó en mí como referencia de algo más sólido, más allá de lo simplemente escenográfico y representativo, es difícil decirlo. Son vivencias que se producen como manifestaciones culturales de una sociedad de la cual uno forma parte, a la cual  es integrado cuando niño por sus padres, si es que ellos mismos lo consideran necesario. Y en toda sociedad la religión es un componente esencial. Y lo era particularmente en la Venezuela de mi niñez: lo religioso se recibe, podría decirse, como un mensaje del ambiente, del medio, como algo que está en todos los hilos de la intrincada red de las costumbres. Y así como puede conectarse con inquietudes más profundas y estimular vínculos emocionales que abren a la Fe, pueden también pasar como letra muerta, como algo que se recibe y resbala sin sustancia o impacto real. Esa Semana Santa de Valencia sin duda fue un hito, y podría tal vez decirse lo mismo de muchos de los ritos católicos a los cuales nos llevaba a participar Cecilia. Y sin saberlo, era ella la que establecía la diferencia. La que agregaba la sustancia que confería espesor a lo simplemente representativo. Junto con la escenografía, la coreografía, la puesta en escena en suma, había una cuestión que superaba lo aparente: la auténtica Fe de Cecilia (y como he dicho bastante, a la distancia la de Chucho), que venía a ser como un velo que protegía de la superficialidad o de lo meramente epidérmico.

**********

He dicho ya que el hermano de mamá de quien heredé el nombre tenía una pequeña piscina en su casa y la frecuentábamos llevados por mamá y la tía Alesia, que aportaba su carro. Desde que sabíamos que ese sería el programa nos atrapaba un estado de ánimo exultante. He hablado aquí de la sensación de cosquilleo –en la barriga, dice uno– que sentía al aproximarnos a la playa de Ocumare llegando para las vacaciones. Esa sensación peculiar que sólo sentí de niño, se repetía llegando a la casa de mi tío disparada por la inminencia del goce. Comenzaba uno cambiándose apresuradamente para salir corriendo a lanzarse al agua hacia el puro disfrute. Y allí nos pasábamos chapoteando varias horas, mamá sentada con la esposa del siempre cordial Oscar –buen amigo de Chucho– y tía Alesia, ellas atendiendo a nuestras llamadas para que nos vieran haciendo la última pirueta y tragando tanta agua que en el camino de regreso no era cosquilla sino molestia en el estómago.

Los cinco hermanos en la piscina. Podría ser en 1946.

Yo, ese mismo año.

**********

En ese mismo año de la Semana Santa pasamos los carnavales en La Entrada, un sector de los suburbios, hoy integrado a la ciudad, que quedaba a ambos lados de la carretera a Puerto Cabello ya subiendo por las estribaciones montañosas de la Cordillera que separa del mar, más alto que Valencia y por ello de clima más benigno, donde el abuelo Guillermo tenía una casa para temperar. Más hacia Puerto Cabello están Las Trincheras, lugar de aguas termales que tuvo buenos tiempos en el período gomecista a comienzos del siglo y donde acudimos una vez en esos carnavales a bañarnos quedándome en el recuerdo sólo algunas imágenes, entre las cuales el olor azufroso, las burbujas que salían del fondo de uno de los estanques grandes que nos decían eran sólo para adultos y la dificultad para adaptarse a la temperatura del agua.

De los días en La Entrada hay poco en mi memoria. Recuerdo los paseos por el borde de la carretera en fila india cuando nos bajábamos del autobús para ir hacia la estación del tren de Las Trincheras.  Desde allí había un paseo que hoy podríamos llamar escénico que llegaba a un lugar donde el camino se interrumpía por el corte hecho en el terreno para el paso de la vía férrea. Era una garganta profunda y en su fondo, unos diez o quince metros más abajo pasaban los rieles. Para cruzarla restituyendo la continuidad del camino, había un puente colgante peatonal de madera y cables de acero. Desde los bordes de la garganta se podía ver pasar a la bufante y humeante locomotora de vapor del Ferrocarril Inglés que lentamente, como corresponde a un ferrocarril de cremallera[1] subía con no muchos vagones desde Puerto Cabello, pero lo excitante era para nosotros pararse en el arranque del puente que temblaba de lo lindo con el impacto del chorro de humo negro de la chimenea de la locomotora. Era una gozadera infantil permitida por Cacá, –Teresa Martínez, quien nos llevaba de paseo– el temblequeo del puente rodeados del humo espeso y el característico ruido de un tren de vapor.

Parecidas a esta, que se ha conservado en la Hacienda Santa Teresa, cerca de Caracas, eran las locomotoras del ferrocarril inglés. (Internet)

Rieles de un ferrocarril de cremallera. La locomotora tiene una rueda dentada que engrana en la cremallera. (Internet)

He nombrado ya varias veces a Cacá, Teresa Martínez, quien fue nuestra cargadora hasta que en Maracay ayudó con todos nosotros y especialmente con Edgardo. Aquí está muy joven con Jesús en Valencia, en 1937. Se ve que a Jesús lo acababan de sentar allí para la foto porque luce incómodo.

**********

A mis once años tuvo lugar en Valencia algo en lo cual participamos todos los hermanos y en lo que a mí concierne fue el reverso de los breves impulsos que tuve por hacerme sacerdote. Me refiero a una de esas manifestaciones sociales de ocasión nacida de un grupo de madres valencianas entre las que estaba incluida Cecilia: la formación de una comparsade carnaval que con su inocente cursilería fue sin embargo un punto alto en mi vida de pre-adolescente. Fue organizada para el carnaval de 1951, a mis once años. Había muerto dos años atrás la abuela Elizabeth (1949) y me encontraba estudiando primer año de secundaria en el Valles de Aragua de Maracay.

Las comparsas, como ha sido tradicional aquí, consisten en un cierto número de parejas con igual disfraz temático, que concurren a las fiestas programadas para esos días con el fin de animarlas. Nuestra comparsa era de tema español, y su nombre según recuerdo Fantasía Andaluza o algo parecido, siendo el disfraz una adaptación libre de un atuendo andaluz, cuya fidelidad no creo que pueda garantizarse.

La primera impresión que tuve, aparte de acostumbrarme al disfraz, que no dejaba de parecerme incómodo porque los disfraces siempre me han incomodado, es que las niñas del grupo eran muy lindas y cuando nos reuníamos en algún lugar a esperar trasladarnos a la fiesta, contribuían a crear un ambiente que nos animaba mucho. La parte menos grata era que a uno le asignaban su pareja sin derecho a apelación, lo cual no dejó de contrariarme cuando me di cuenta que las que más me interesaban estaban de pareja con otro, un competidor que no sabía que era mi competidor y sin embargo para mí un intruso.

Al llegar la comparsa a alguna fiesta había lógicamente que bailar y a eso nos inducían las madres presentes, que actuaban como las conductoras del grupo. ¡A bailar muchachos! se nos decía. Lo cual a unos cuantos del grupo nos ponía en apuros…porque aún no dominábamos ese indispensable aspecto de la convivencia social entre hombres y mujeres. Surgía en ese momento una impresión de contrariedad mientras pensaba, o pensábamos porque yo no era el único con el problema, qué era lo que correspondía hacer. Hasta que algún adulto conocedor de esas posibles dificultades ponía en el tocadiscos un pasodoble lo cual –lo recuerdo muy bien– nos salvó la vida en esa primera fiesta. Porque el pasodoble, ese ritmo español, es facilísimo de bailar: simplemente se va de aquí para allá chás, chás, chás, chás y se regresa chás, chás, chás, chás. Nada más fácil. Ni siquiera hay que tener mucho sentido del ritmo ni hay que mover las caderas, sólo es menester deslizarse en un sentido y luego regresar al punto de partida o cerca de él. Así que me inicié como bailarín –conste aquí que no bailo mal– con el pasodoble. Y gracias sean dadas a España, digo, bastante tiempo después de aquella vez en que la Madre Patria estuvo a la altura. Quedando constancia aquí que me daba cierta envidia ver bailar con total soltura a algunos de los mayores, como por ejemplo mi primo Hermann y … ¡Jesús Antonio y Pedro Pablo!

Aquí la Comparsa. En la fila de atrás, a la izquierda Jesús; el quinto de izq. a der. Pedro Pablo y yo el penúltimo de esa fila. La primera niña de la izq. de pie, es Carlota. Edgardo está en el centro, arrodillado, con los brazos cruzados.

**********

Había en el grupo, aparte de mi prima Herminia que siempre me gustó, pero a quien estaba obligado a ver de lejos para respetar las prevenciones que existían respecto a primos y primas, una niña catirita, delgada y no muy alta, quien me interesó sin que ella nunca lo supiera gracias a que me hice amigo de quien a tan temprana edad –el tendría unos doce años– se autocalificaba de su novio. Porque todos sabemos que la mejor manera para que un amigo se antoje de tu novia es ponerse a contarle cosas de ella, que era precisamente lo que este muchacho– un poco gordito y muy simpático– hacía conmigo, contarme distintos cuentos sobre ella, cómo la había conocido, donde estudiaba, datos sobre su familia y ese tipo de cosas de muchacho bastante sencillas, suficientes para que yo me interesara en ella, interés que fue aumentando con el desarrollo del carnaval hasta convertirse en un verdadero enamoramiento. Sin embargo, completamente unilateral, porque la niña no creo que se haya enterado nunca de que yo soñaba con ella y que me latía el corazón cuando lograba que aceptara bailar conmigo, lo cual debe haber ocurrido dos o tres veces en todo el carnaval. Así que cuando llegó el momento de regresar a Maracay, sin éxito sentimental alguno, fue como si se me viniera el mundo encima. Mientras ya en la carretera, mamá al volante con su particular destreza, íbamos ya en dirección a la habitual rutina de colegio y estudio, por primera vez en mi vida experimenté, pensando y reviviendo lo ya vivido, chagrin d’amour como dicen los franceses, mientras oía hundido en la punta de atrás por el radio del carro sintonizado por Jesús Antonio –Radio Nacional, por supuesto– la opereta Rose-Marie [2] que más nunca volví a oír, cuya canción más conocida Indian Love Call https://www.youtube.com/watch?v=vzvwk1hy7jU ahora reconocida por mí mientras escribo estas líneas gracias a Internet, me pareció en ese momento la melodía de amor más triste del mundo. Sentimiento que por supuesto mi amada de pelo rubio ni siquiera podía imaginárselo.

Y no la volví a ver. Sé que se casó, tuvo hijos y fue feliz sin saber que yo, durante una semana, cuando éramos ambos niños, había soñado con ella.

La opereta con la melodía que me derritió fue llevada al cine.

[1]La cremallera de los ferrocarriles en una cinta continua de varias filas de dientes de acero que están ubicados en el eje central de los rieles normales. La locomotora tiene instalada una rueda movida por el mismo vapor de la caldera que engrana en esos dientes y proporciona tracción adicional. Es un sistema que se usa para vías con una pendiente mayor al 8%.

[2]Rose-Marie es una opereta https://en.wikipedia.org/wiki/Rose-Marie con música de Rudolph Frimi (1879-1972) y Herbert Stothart (1885-1949), este último autor de la música del Mago de Oz. Rose Marie tuvo mucho éxito cuando se estrenó en Broadway en 1924. También se hizo una película en 1936 con Nelson Eddy y Jeanette MacDonald. De ella se hizo muy famosa la canción Indian Love Call. Probablemente la estaban trasmitiendo en el momento de nuestro regreso a Maracay por Radio Nacional de Venezuela la cual Jesús siempre sintonizaba. Siempre me ha sorprendido que el recuerdo que tengo permanezca tan nítido, ahora refrescado por Internet.

VER LA VIDA (30)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Se dice que la afición a la música es una virtud familiar. Sobran los ejemplos de familias en las cuales cada quien domina un instrumento con mayor o menor habilidad y es común que padres que viven con la música tengan hijos que los emulan y los superan.  Porque en general el gusto por la música y la pasión por dominar un instrumento y la facilidad para hacerlo parece convertirse en parte de una identidad que se comparte o se hereda junto con el oído musical y la habilidad motriz correspondiente.

En nuestra familia inmediata había poco de eso, pero algo había. Ya dije que papá cantaba  y en La Victoria lo hacía en los saraos. Mamá tocaba algo de piano y guitarra, y cuando soltera gustaba de cantar acompañadose. Tenía una bonita voz que oíamos ocasionalmente  cuando pequeños porque a veces tomaba la guitarra y nos cantaba. No lo hizo más y a  papá nunca pude oírlo. Porque la música no estaba presente en ellos con la intensidad que caracteriza a las familias musicales. Así que nuestras aficiones de tiempos pre-adolescentes (como cuando aprendimos a tocar cuatro, sobre lo cual contaré algo) tenían que ver más con un afán imitativo que con el hecho de alguna facilidad especial o lo del buen oído. Sin que pueda ser esto demasiado terminante.

Porque el tema merece un examen más cercano. Si la ausencia de la pasión o de práctica habitual de un instrumento podía ubicarse en Chucho y Cecilia, no podía extenderse tan fácilmente al resto de la familia, particularmente del lado de la abuela Elizabeth. En su casa en Valencia permanecía en vida latente una familiaridad con la música que venía de lejos. En la sala había un piano que pasó a nuestra casa en Maracay y terminó en Caracas para las lecciones que Carlota recibió durante un par de años. Y abuela lo tocaba a veces para entretenernos siendo nosotros muy pequeños durante las visitas a Valencia con motivo de Año Nuevo o el primero de diciembre para su cumpleaños. Ocasiones en las que abuela tomaba las partituras apiladas en la parte superior del instrumento y tocaba para nosotros. Celebrábamos especialmente una de las piezas que aludía a un tren cuyo pito lo figuraba la repetición de una nota alta, momento que era nuestro preferido del pequeño concierto. Tía Alesia también tocaba un poco, pero parecía ser que sus habilidades pianísticas habían quedado en su pasado como quedaron las muy leves de mamá.

Además, entre los sobrinos de abuela había un violinista: Enrique Guillermo Aigster hijo del tío Carlos Aigster, conocido en Valencia por su arte, más bien menor, que practicaba en la Catedral y en clases privadas.  Y el propio abuelo Guillermo tocaba, según parece muy bien, la flauta, instrumento que se conservaba en uno de los escaparates de la abuela junto a la leyenda familiar de que había pertenecido a José Laurencio Silva el prócer de la Independencia (1791-1873). En eso, el ser melómano, y muchas otras cosas, era fiel a su ascendencia alemana, porque es bien sabido que los alemanes parecieran llevar la música en la sangre, y no cualquier música sino lo que pudiéramos llamar los fundamentos de la música, el tronco del cual han salido las principales ramas del desarrollo musical de occidente. Y eso no solo se siente en la vida normal de Alemania o de un alemán de cierto nivel cultural (tal vez se puede decir algo análogo de otros países de Europa), sino en lo que pudiéramos llamar las preferencias musicales características de ese país.

Así pues, lo que venía del lado materno puede verse como un fundamento, si no decisivo, sin duda de significación respecto a la inmensa pasión por la música que tuvo nuestro hermano Jesús. Y en alguna medida si se estiran más las cosas, en la opción de vida como educador musical y compositor de uno de los biznietos de la abuela, Alfonso Tenreiro Vidal, hijo de nuestro hermano Edgardo e Isabel Vidal, compositor venezolano residente en EUA suficientemente conocido en su medio. En él, como lo fue en Jesús cuando vivía, la música está presente como un modo de ver la vida.

**********

Pero hay una muestra particularmente significativa de pasión por la música que quedó en la casa de Valencia como huella de los intereses del abuelo, fallecido 25 años antes de que nosotros apareciéramos por su casa. De ella voy a hablar haciendo primero un pequeño paréntesis dedicado a su interés en la filatelia, del cual nos enteramos no tanto porque nos lo hubieran dicho, sino porque tuvimos a nuestra entera disposición –porque a nadie más le interesaron– una colección de álbumes que estaban guardados en algún escaparate. Eran alemanes por supuesto y los revisábamos asombrándonos de algunas cosas, entre ellas el valor impreso en las estampillas de los primeros años de hiperinflación de la República de Weimar entre 1918 al fin de la Primera Guerra y 1922 cuando él murió. Era de varios millones de los marcos de entonces, lo que nos llevaba a fantasear sobre ir a Alemania a venderlas para hacernos ricos en marcos…de los posteriores a la guerra, que valían bastante. Álbumes por cierto que me arrepiento hoy de no haber conservado, sobre todo tomando en cuenta que por un tiempo, en Maracay, me interesó la filatelia y tenía mi propio álbum, así que me hubieran venido bien los ejemplares del abuelo.

Estampillas de la hiper-inflación alemana de tiempos iniciales de la República de Weimar. (internet)

Y vuelvo a la música para decir que la muestra de la cual hablo respecto al legado musical del abuelo estaba allí silente pero claramente demostrativa en el tocadiscos y sus alrededores, zona que pudimos explorar exhaustivamente cuando en 1946 estuvimos como ya dije exiliados durante un año en Valencia. El tocadiscos estaba en un mueble ubicado frente al patio, pegado a la parte externa del dormitorio de abuela. Siempre terminábamos llegándonos hasta allí, siendo Jesús el que se sentía suficientemente apto para manipularlo, nosotros los más chiquitos más bien como mirones, él oyendo lo que le llamaba la atención. Estaba casi enteramente picado de polillas, con otros muebles pegados a él donde se guardaban los discos –bastantes– y libros vinculados a la música, es decir, lo que tenía relación con un oyente asiduo de los años veinte del veinte. El aparato en sí era muy viejo, de los que había que cambiarle la aguja –de un acero que supongo especial– cada tres o cuatro discos, que se tomaban de un recipiente cercano donde estaban a un lado de otro recipiente para las usadas, que con frecuencia se confundían con las nuevas. Giraba a 78 revoluciones por minuto, porque habría que esperar hasta 1948 para la aparición del long play de Columbia Records de 33 1/3 r.p.m., hecho de vinilo en lugar de goma laca. Ese era el material de los de 78, se tocaban por un solo lado, se quebraban fácilmente, eran bastante pesados y se guardaban en álbumes muy voluminosos. Pero estaban por todas partes.

Victrola RCA Victor 1930 (Internet). Parecida a esta era la Victrola de casa de la abuela.

**********

Entre los discos disponibles, que yo recuerde, había sobre todo música clásica, sin que yo sea capaz hoy de dar más que unos cuantos nombres. Había piezas de piano, muchas áreas de ópera interpretadas por Caruso [1], aparte –esto probó ser muy importante para Jesús– de gruesos álbumes de muchos discos con un par de óperas completas que tal vez eran de Richard Wagner, estandarte alemán sin duda, el compositor que se convirtió después para él, ya mayor, en una especie de icono casi religioso.

Y también había en los muebles de los discos algunos libros, parte de ellos en alemán pero uno en español que probó ser, junto con los discos, el verdadero abreboca de lo que sería la pasión musical del mayor de los hermanos: una Enciclopedia de la Ópera. Allí, en los ratos de ocio característicos de la infancia, pudimos ver que aparte de las muy conocidas había muchísimas otras de compositores menos nombrados que formaban parte de esa especie de universo autónomo que es el de la ópera, constituido por millones de personas en el mundo que funcionan como una secta un tanto excluyente y del cual yo, sin exagerar porque amo muchas óperas y las disfruto ocasionalmente, me resistí siempre a formar parte a pesar de la fuerte presión que en cada uno de los hermanos ejerció Jesús. Porque sin duda la música fue para él pasión, permanente disfrute y parte esencial de su identidad y su modo de ver la vida. Y las raíces de esa pasión comenzaron a formarse en esos discos y libros que como tributo al inevitable olvido habían quedado del deseo humano de solaz y esparcimiento de un hombre –el abuelo– para florecer y expandirse en el alma de un niño de un modo impredecible, sorpresivo.

**********

Es difícil describir los caminos que siguió el interés por la música en cada uno de nosotros, pero lo que sí es muy claro es que en el caso de Jesús el mayor, los discos y libros de la casa de la abuela en Valencia tuvieron algo, tal vez mucho que decir, respecto a su muy temprano interés por adentrarse en ese universo. Para él, casi desde los tiempos de la curiosidad en torno al tocadiscos, la música se hizo constitutiva de su personalidad. Porque Jesús vivió con la música como permanente compañera. Apoyo y punto de partida para lanzar la imaginación lejos. Para tal vez ausentarse de la realidad inmediata, práctica que a todos nos resulta necesaria.

Mientras los hermanos menores tratábamos de ejercitarnos de un modo light tocando sinfonía o rasgando un cuatro, Jesús Antonio ya recorría caminos musicales avanzados. A sus catorce-quince años era selectivo y afirmaba sus preferencias. Y no estoy hablando de la música popular, todavía no invadida por la tradición rock de guitarra eléctrica, batería, etc., hoy de rigueur, entonces nonata, sino de la que llamamos música clásica. Siguiendo su especial precocidad, apoyado por papá que como ya he mencionado compró un tocadiscos Philco para la casa en el cual ya habían sonado los discos de 78 rpm heredados y unos cuantos comprados; al empezar a venderse los de 33 1/3 y gracias a que la Casa Philco tenía la distribución de Columbia Records para Maracay, Jesús le hacía a papá encargos específicos. Cuando los discos eran producidos por Columbia –que casi copaba el mercado– papá se los incluía en sus pedidos comerciales, y cuando eran de otros sellos Jesús los encargaba a Don Disco, en Caracas y le pedía a papá que los recogiera cuando viajaba, lo cual ocurría con cierta frecuencia. Así, pudo  formar una pequeña discoteca que iba mucho más allá de lo básico y muy conocido. Por qué vías fue posible para él ir pasando de ser oyente de los discos de 78 del abuelo a sus propios gustos que iban echando raíces, es algo que se me escapa y de lo cual nunca conversamos, pero haciendo los esfuerzos memoriosos de ahora me sorprendo. Porque ya en el año anterior a nuestra mudanza a Caracas en 1953, en su modesta colección estaba una pequeña pero significativa parte del mundo musical. Recuerdo vagamente por ejemplo que estaban Bach y Mozart no representados muy ampliamente, algunos de los conciertos de Beethoven y varias de las Sinfonías incluyendo la Sexta tan popularizada entonces por la película Fantasía de Walt Disney que fue estrenada en Venezuela en 1947-48 [2]y la vimos varias veces; un par de sinfonías de Brahms; las óperas italianas más conocidas,  la ópera Fausto de Gounod con las desventuras de Margarita que a todos nos conmovían cuando nos sentábamos con Jesús a oírla y él nos explicaba el argumento; El Holandés Errante (la única ópera de Wagner que me atrae, tal vez por el ámbito marino y porque es corta) y si mal no recuerdo Lohengrin, Tanhäuser, La Walkiria y Tristán e Isolda entre las de Richard Wagner compositor a quien le profesó siempre una inmensa admiración. Y podría seguir, a riesgo de que se me confunda –ya me habrá pasado– lo de Maracay con lo que estuvo después en su muy amplia discoteca. Pero lo cierto es que un muchacho de diecisiete años, que era su edad cuando nos mudamos, tenía una discoteca tan provista como la de cualquier adulto y ya había quedado atrás el tocadiscos Philco para ser sustituido por uno High Fidelity de marca que no recuerdo, que apareció un día en la casa gracias al apoyo de papá. De allí en adelante el refinamiento técnico de sus equipos de sonido fue en continuo mejoramiento y yo por mi parte conté siempre con su asesoría para adquirir los míos.

La ópera Fausto de Gounod. Reproducción de la puesta en escena inglesa de 1864 (Internet) Al fondo Margarita. Mefistófeles en primer plano y el viejo Fausto mira a su amada. La desdicha de Margarita nos golpeó…

Cuadro de Albert Pinkham Ryder (1896)  inspirado en El Holandés Errante, ópera de Richard Wagner (Internet). Los misterios del mar…

[1]No entiendo por qué, me ha quedado en la memoria –o lo he inventado­– que uno de los discos era el aria E lucevan Le stelle de la ópera Tosca de Puccini, cantada por Caruso, aria que termina con las conmovedoras frases, hoy tan significativas para quien esto escribe: ¡Y nunca he amado tanto la vida! ¡Tanto la vida!  https://www.youtube.com/watch?v=D9Y1TRvXB-4

[2]Fantasía fue estrenada en Estados Unidos en 1940, pero fue relanzada con modificaciones en 1946 . Nosotros debemos haberla visto en el Cine Roxy de Maracay en 1947 cuando yo estudiaba Quinto Grado. La vimos varias veces –yo dos o tres– y Jesús criticaba fuertemente la vulgarización que la música sufría al convertirla en música incidental para dibujos animados.

VER LA VIDA (31)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Pero la vida continúa de un modo muy distinto al de los mundos virtuales. Si podía ser importante sumergirse en las atmósferas creadas por la música, lo era por igual vivir la infancia sin pasar por encima –como si no existieran­– sus demandas, sus visiones, sus episodios vitales, su simplicidad que no es tan simple, su magia en fin como la vemos cuando somos adultos y se hace recuerdo. Eso era lo mío. Vivir una cotidianidad en la cual iba apareciendo el mundo real con sus exigencias. Se perfilaban pues las diferencias entre los hermanos: la puerta por donde debía yo entrar, como en el cuento de Borges, era distinta de la de mi padre subrogante. Era otro mi modo de ver la vida.  

Caminaba diariamente de la casa al Valles de Aragua, mi nuevo colegio del cual hablaré, recorriendo unas escasas tres cuadras que incluían el paso por la Plaza Girardot frente a la Catedral, en una de cuyas esquinas estaba el terminal de los autobuses o camionetas que hacían el viaje hasta Valencia. El paso por la plaza podía ofrecer algunas diversiones gracias a la vida pueblerina. Una de ellas –cómica– me ocurrió al regresar del colegio cuando me integré a un pequeño grupo formado alrededor de un ciego que tocaba la sinfonía de boca y esperaba donativos. Quedé en la primera fila después de unos minutos y en un momento dado detrás de mí un guasón dijo en voz alta una insolencia que al músico ciego lo indignó y regañó en voz muy alta lleno de indignación cívica al gracioso que para el ciego era quien estaba frente a él…o sea yo. Pocas veces en mi vida me he sentido peor. El resto del público me miraba con reproche y yo no hallaba cómo explicar que la insolencia no era de mi autoría: el gracioso había desaparecido.

Pero lo más característico de mi rutina de las mañanas al pasar frente al quiosco de periódicos instalado en la esquina opuesta a la de la Catedral (el Valles de Aragua quedaba en la Ave. Bolívar) frente al Liceo Agustín Codazzi, era repasar los titulares de los periódicos –sección deportiva– para enterarme del resultado del béisbol, si no lo sabía ya gracias a mi radio nocturno. Pero también de cuando en cuando me sentaba en alguno de los bancos junto con mis compañeros de clase a echar los últimos cuentos antes de llegar a casa un tiempo antes del almuerzo. Tiempo en el cual disfrutaba como si fuese la más espléndida bebida, de un vaso de pepsicola con hielo mientras leía El Nacional sentado en el mismo mecedor de mis mañanas de ahora –Cecilia lo conservó y lo heredé. O me permitía comerme con especial deleite unos cuadritos del chocolate Savoy que guardaba escondidos en mi gaveta del escaparate, botín de la última celebración del cumpleaños. Y cuando apareció en la misma cuadra frente a donde estaba el negocio de papá, más allá de la casa de la familia Taylhardat, un negocito regentado por italianos recién llegados, muy limpio, minúsculo, todo era nuevo, reunía algo de mis ahorros y compraba por dos bolívares un sandwich de jamón que la señora preparaba con un cuidado que parecía litúrgico. Y yo, el único y asiduo cliente un par de veces por semana –no perdía por ello el apetito del próximo almuerzo– me acercaba a ver oficiar a la señora y comer algo sabroso de aperitivo.

El mecedor de mi madre es hoy mi mecedor.

**********

Tal vez podría decirse de la música, tal como ocurre con las artes en general, que para lograr abrir la primera trinchera que permitirá la ocupación posterior del territorio sensible de una persona con el objetivo ulterior de apreciarla y gozarla es necesario ejercer una forma benigna de violencia. Hay infinitas experiencias personales al respecto. Y sin saberlo, eso era lo que hasta cierto punto hacía Jesús cuando en Maracay nos invitaba a sentarnos con él a oír su música. A esa suave violencia le debo yo y sé que se lo debieron en parte mis hermanos incluyendo a Carlota, los fundamentos sobre los cuales cada quien iba a desarrollar sus personales vivencias musicales. El deseo de compartir su entusiasmo se empezó a expresar siendo él aún un niño, cuando en Valencia organizó la asistencia de toda la familia –con Cecilia incluida– a un concierto de la Orquesta Sinfónica de Venezuela dirigida por Vicente Emilio Sojo en el Teatro Municipal, concierto en el cual me propuse llegar al final sin bostezar demasiado y del cual retengo la característica figura de Sojo con sus frondosos bigotes.

Vicente Emilio Sojo (1887-1974)

Fue durante nuestro exilio valenciano y yo tenía ocho años. Ya más adelante en Maracay y a lo largo de los años durante los cuales iba formando su discoteca, la invitación a oír música junto con él en la sala de la casa frente al tocadiscos era insistente. Con frecuencia interfería con planes personales y buscábamos maneras de escabullirnos, lo cual era mi caso, pero Carlota fue su bastante asidua compañera de audición de ópera, al igual que Pedro Pablo quien habría de desarrollar después un gusto especial por esa forma musical. En todo caso lo que era común era que Jesús inundara de música la sala de la casa y sus alrededores inmediatos incluyendo el cuarto de Edgardo y yo. Inundación que mucho más tarde, ya cincuentón o sesentón, siguiendo lo que le dictaba su estado de ánimo convertía su hogar a ciertas horasen zona de exclusión para quien no fuese atento oyente. Y nunca quiso oír música con audífonos, lo consideraba inaceptable interferencia…y los demás debían oír lo que él.

**********

Asomaba tímidamente en mí el deseo de buscar un camino hacia la música que iba a depender de mi sensibilidad, distinta y, tal como lo descubrí después, en algunos aspectos antagónica a la de Jesús, distinción de la cual desde luego yo no era consciente ni lo fui durante mucho tiempo. Para él sin embargo nosotros sus hermanos o la gente en general, como acabo de decir, debíamos seguir suspasos. Sus inclinaciones, sus preferencias musicales, eran para él las que garantizaban el rigor y la profundidad necesarios. Cualquier otra vía la consideraba, podría decirse, menor o desdeñable. Así se iba perfilando su modo de ver la vida: a partir de sus pasiones y del modo excluyente como las cultivaba dependía su aceptación del otro o de los otros.

Pero aún así, escabulléndome de tan fuerte influencia traté en esos años infantiles y de primera adolescencia de acercarme a la música por mi cuenta. Lo cual se expresa en lo que ocurrió un día cuando estando Jesús fuera de casa, me puse a curucutear en su discoteca y tropecé con un disco Columbia de formato pequeño (venían en formatos de 10 y de 12

Mi primera selección en disco.

pulgadas) que era la grabación[1]de la Obertura de la Gran Pascua Rusa de Rimsky Korzakov https://www.youtube.com/watch?v=hbDYtAHTQoE por uno de los lados y por el otro la Sinfonía Clásica de Prokofiev, nombres que estimularon mi curiosidad y la puse en el tocadiscos. La obra de Korzakov, que fue la que oí, es una pieza melodiosa con un tema que podría llamarse pegajoso que se repite insistentemente al tiempo que utiliza los máximos recursos sonoros de la orquesta sinfónica completa a la manera de una tradición musical rusa que construye la obra usando la abundancia. Y me ocurrió que la disfruté e incluso quedé con ganas de volver a oírla. ¡Sí había una música que quería volver a oír! Y me quedé sentado oyendo música en el mismo sofá en el que me había aburrido.

Busqué esa tarde un poco más en la discoteca y di con ese clásico del cual ya había oído el nombre: la Quinta Sinfonía de Beethoven. Que ya desde el tan tata tan del comienzo me hizo ver que no todo en la música tenía que rendir tributo a razones, historias y textos, o remontarse a mitologías cantadas (Wagner) en un alemán que me parecía en aquellos días demasiado áspero y duro. Por el momento en mi horizonte aparecían cosas más ajustadas a mi comprensión que no exploré sino muchos años después cuando me esforcé en acercarme a la música y vivirla. Permanecer en su periferia sin tratar de profundizar era una falla en mi formación que no podía permitirme.

Así era la primera colección de música clásica de Columbia Records en vinilo 33 r.p.m.

**********

Jesús me invitó una vez a acompañarlo para recoger en un lugar hacia los lados del Colegio San Pedro Alejandrino unos discos que habían llegado de Caracas porque pensaba que en la parrilla de su bicicleta podría no caber todo el paquete. Así que fui con él y dividimos el paquete para el regreso. Recuerdo dos de los álbumes del pedido. Uno de ellos incluía varias obras para orquesta entre las cuales la Obertura de Rienzi, ópera de juventud de Wagner, que tocamos inmediatamente –forzado Jesús por mi curiosidad– al llegar a la casa. Se me reveló al oírla una liviandad y encanto inesperado si mi referencia era lo que hasta ese momento conocía del repertorio wagneriano, porque es una obra facilona, para oídos poco exigentes, muestra temprana del genio de Wagner en el manejo de la orquesta. Mis comentarios, sin embargo, motivaron en Jesús la actitud de un entendido que me hizo saber que se trataba de una obra menor que muy poco representaba del desarrollo maduro del compositor y podía perfectamente dejarse de lado. Me di cuenta con su advertencia de lo que muchos años más tarde pude entender mejor, que nos separaba no sólo el conocimiento de una obra cualquiera sino la actitud crítica surgida de la capacidad de distinguir y adelantar juicios sobre lo que oía. Se había convertido –lo pienso ahora– desde tan temprana edad, en un wagneriano, no sólo por esa observación que se apoyaba en manifestaciones del mismo compositor en su etapa madura sino porque ya en esas fechas había cumplido el requisito que se le exige a todo fan de Wagner: haber leído la autobiografía del compositor Mi vida [2], el cual cumple el papel de guía para acercarse a la figura del genio romántico tan bien representada por este personaje esencial.

Edición actual en alemán de Mi Vida, de Richard Wagner.

**********

Y aquí me permito una licencia cronológica: siendo ya Maracay un recuerdo lejano, quise llenar en lo posible las lagunas de mi formación musical a fines de mi tercera década de vida con cuatro hijos y ya construida la casa del Alto Hatillo, donde aún veo recortarse sobre el cielo del amanecer las montañas de nuestro norte caraqueño. Y no dejo de pensar que hay un hilo conductor claro entre aquellas tardes de Maracay con la música a todo volumen en la sala de la casa y el deseo, que se convirtió para mí en proyecto personal, de profundizar mis conocimientos musicales para ser capaz de gozarla y discernir acerca de lo que más me interesaba conocer en profundidad amplificando mi goce de oyente.

Fui en esos años formando una discoteca y adopté paralelamente, en busca de una forma ordenada de ir hacia los distintos momentos de la evolución de la música, una de las rutinas heredadas directamente de Jesús: oír Radio Nacional de Venezuela de modo sistemático, institución que bajo la Dirección Musical de Alfredo Gerbes Izaguirre (1930-2018), amigo cercano de mi gran amigo y colega de los veintitantos años Gonzalo Castellanos Monagas, emitía una programación de primerísima calidad que incluía obras de distintos momentos de la historia de la música escogidas con un tino realmente ejemplar, dedicando los domingos a la ópera. Sin que dejaran de difundir la música contemporánea como ocurrió por ejemplo con las obras del polaco Krzystof Penderecki (1933-2020) quien visitó Venezuela varias veces como director invitado de la Orquesta Sinfónica de Venezuela o como integrante de coloquios sobre música promovidos por el Consejo Nacional de la Cultura. Recuerdo por ejemplo que su obra Treno a las víctimas de Hiroshima https://www.youtube.com/watch?v=Pu371CDZ0wsque lo hizo muy famoso, fue difundida por Radio Nacional antes de su estreno en Venezuela en 1979 en el Aula Magna  de nuestra Universidad Central con Luis Morales Bance dirigiendo un programa dedicado a cuatro obras de Penderecki. Pieza corta –9 minutos– que recordé y oí de nuevo precisamente el pasado 6 de Agosto de 2020 al cumplirse 75 años de aquel holocausto.

Penderecki poco antes de su muerte el 29 de Marzo de este año 2020

Y no puedo dejar de mencionar al recordar mi experiencia como oyente y sus consecuencias en mi formación y en la de muchos que encontraban en Radio Nacional un invalorable respaldo a sus expectativas como oyentes, la extraordinaria labor de Gerbes[3], a quien muy rara vez se lo nombra cuando se habla de la evolución de la cultura musical venezolana, pero quien de manera callada le dio espesor, rigor y alcance a la programación musical de esa emisora ejerciendo un tipo de pedagogía que tuvo muy extendidas repercusiones. Tenía Gerbes un conocimiento enciclopédico de la música, siempre renovado y muy al día y su labor la hizo modestamente, sin aspavientos publicitarios y con recursos económicos muy limitados (Radio Nacional tenía muy poco apoyo presupuestario) si se comparan por ejemplo con los enormes subsidios que el estado venezolano dedicó a los proyectos de José Antonio Abreu (1939-2018) carnada para convertirlo en áulico del Régimen. La contribución de Gerbes fue esencial no sólo en Radio Nacional sino en la Emisora Cultural de Caracas, radio privada que trasmitía en FM fundada por Humberto Peñaloza (1975-2006) a la cual se integró activa desde su fundación hasta 2005 cuando la presión de la dictadura obligó a su venta y posterior desaparición.

Alfredo Gerbes y su esposa en tiempos de la Radio Nacional (foto suministrada por su hija Karin Gerbes)

Alfredo Gerbes cuando ya estaba en la Emisora Cultural de Caracas (foto suministrada por su hija Karin Gerbes)

Alfredo Gerbes a la derecha, con Humberto Peñaloza y Jaime Suárez de la Emisora Cultural de Caracas. Reportaje de Lisseth Boon para Estampas del diario El Universal

[1]Casi todas las grabaciones Columbia de esos años (1950 etc.) eran con la Orquesta de Filadelfia dirigida por Eugene Ormandy (1899-1985) húngaro que sustituyó como Director Titular de esa orquesta al famosísimo Toscanini.

[2]Tengo dudas respecto a que ese libro lo hubiese leído Jesús en Maracay (antes de sus 17 años), pero lo que sí puedo asegurar es que fue una lectura importante para él en su adolescencia.

[3]Alfredo Gerbes (1930-2018) entró a dirigir la programación musical de Radio Nacional de Venezuela en 1963 donde permaneció hasta 1974 cuando se integró al equipo de la Emisora Cultural de Caracas, fundada por Humberto Peñaloza (1975-2006)donde estuvo hasta 2005. En esta última emisora su labor como asesor musical fue igualmente intensa y fundamental.


Penderecki poco antes de su muerte el 29 de Marzo de este año 2020

VER LA VIDA (32)

$
0
0

Oscar Tenreiro

En los años posteriores, ya entrando a la adolescencia, los episodios valencianos fueron cambiando y en alguna medida se alejaron de lo que había sido habitual, marcándose con ello el paso del tiempo y la progresiva aparición de las distinciones del vivir adulto.

En una ocasión que creo pudo haber sido en las vacaciones escolares de 1951, yo terminando Primer Año, acompañamos a los primos (uno de ellos Hermann, los otros no puedo precisarlos) que se iban de vacaciones al norte con sus padres viajando en el trasatlántico Santa Rosa de la línea americana Grace Line (que con su gemelo el Santa Paula cubrían el trayecto a Cartagena, Miami o Nueva York y regreso) que salía de Puerto Cabello y en cuatro o cinco días llegaba a su destino.

Propaganda de Grace Line

El Santa Rosa y el Santa Paula eran barcos gemelos

He hablado otras veces de esa tarde, de la cual tengo un recuerdo bastante claro. En primer lugar, el barco me pareció poco menos que fabuloso. Seguramente sin serlo, pero estaba tan bien tenido y en todos los ambientes había tantas expresiones de un ambiente palaciego –había un lounge con piano de cola, enormes sillones y un comedor con arañas de cristal– que anunciaba un tipo de vida en el cual predominaba el disfrute y la expansión que halagaba o invitaba.

Mientras acompañábamos a los primos a sus camarotes y observábamos todo con admiración y algo de asombro, Jesús se quedó dando vueltas por su cuenta y con su talante entrador y nada tímido se trabó en conversación en inglés con un par de americanos que al verme reaparecer y ya informados de mi afición me hicieron preguntas sobre béisbol y el inevitable Carrasquelito de esos años. Hasta me pidieron –algo muy americano– que me plantara como si estuviera bateando para corregir mi postura con algunos consejos.

Y llegó un momento, terminaba la tarde, en el que los primos se pusieron sus trajes de baño, se fueron a la piscina del barco (que me parecía también fabulosa, de agua salada) y empezaron a lanzarse del trampolín y zambullirse con gran bullicio. Nosotros los veíamos como alelados hasta que llegó el momento de despedirnos y bajar a tierra porque se anunciaba el zarpe.

Cuando me arrellané en mi puesto en el carro que nos llevaría a Valencia me invadió una melancolía distinta a las que me habían afectado hasta ese momento. Puedo decir ahora que tenía por primera vez la sensación de que entre todo lo que había visto y yo –o nosotros– había una distancia que no me era dable superar. Entre mi persona –incluyendo mis más cercanos– y esa forma de disfrute, había otro modo de vivir. Percibía sin poder precisarlo las realidades de la vida no protegida por el medio familiar inmediato y un vivir infantil que iba quedando atrás. Lo que había acontecido esa tarde era sólo para ser visto, se me había presentado como en vitrina. El chagrin d’amour que había sentido al regreso de las fiestas carnavalescas de la comparsa se transformó en este caso en chagrin a secas: había cosas gratas a las que no podía aspirar, empezaba a situarme ante una realidad que ahora se materializaba. Se perfilaban límites que no dependían de mi voluntad. Hasta ese momento los había intuido, no los había visto.

**********

En 1952 Jesús estaba estudiando arquitectura desde últimos de septiembre,  de nuevo la Universidad Central abierta después de haber sido cerrada en febrero por la dictadura de Pérez Jiménez. Así que la arquitectura había entrado en la familia y nuestra visión de la ciudad y lo que nos rodeaba empezaba a estar marcada por esa particular manera de observar y juzgar que tenemos los arquitectos y quienes se interesan en la arquitectura. Por esa razón, la nueva casa,[1]de los Degwitz Figueredo en Valencia cuyos arquitectos eran los para entonces muy conocidos como diseñadores de casas, Diego Carbonell y Tomás José Sanabria, socios en ese tiempo, generó mucha expectativa entre nosotros. Y a pesar de que no recuerdo sino muy poco de ella, me impresionó mucho. Estaba equipada con mobiliario acorde con el buen diseño que en ese momento despuntaba en Venezuela. Era un cambio en el estilo de vida de la familia que transcurría ahora en una escenografía radicalmente distinta a la que habíamos conocido, separada del contexto más o menos pueblerino de la Valencia que comenzaba a desaparecer. En cierta manera, como sucede siempre con la arquitectura, no por voluntad de ellos sino por el efecto determinante que la arquitectura tiene en quien la habita, mis primos habían cambiado, se habían hecho un poco más distantes. Habían dado, por decirlo así, un salto.

**********

Fue en el mismo diciembre en el cual nuestros primos se mudaron a la nueva casa, cuando estuvimos unos días en Valencia, en las vacaciones de Navidad. Acababa yo de cumplir trece años y estudiaba Segundo Año de Secundaria. Salí mucho con mi primo Hermann y andábamos para distintas partes de la ciudad, dando vueltas y visitando a sus amigos, él manejando porque era dos y medio años mayor [2], y yo presumiendo de tener más edad (siempre aparentaba unos dos o tres años más) y dándome importancia porque podía andar de mi cuenta en un carro –nuevo– como adulto.

Uno de esos días me pidió Hermann que lo acompañara a un picoteo [3] en Naguanagua donde una muchacha a quien él consideraba su novia, cuyo nombre se me ha evaporado. Allá fuimos una tarde. Estacionó en una de las estrechas calles del pueblo (llamado a desaparecer con la expansión de la ciudad) y caminamos un par de cuadras hasta la modesta casa de la muchacha, ya llena de amigos y amigas que comenzaban a animar la pequeña reunión. Entre pieza y pieza bailable –ya yo sabía bailar– una amiga de la novia y yo congeniamos. Sé que su figura y su modo de hablarme me dejaron huella porque su imagen y su nombre sólo se borraron de mi memoria muchos años después. Y lo que quedó para siempre –hasta hoy– fue esa hermosa y desde siempre alabada sensación que en todo hombre produce –especialmente en el adolescente–encontrar simpatía y ser objeto de la sutil dulzura de una mujer que se interesa en quien eres. Y así durante unas horas dejé de ser un jovencito inseguro para sentirme hombre completo que podía conversar y reír con una mujer. Dueño de ese impulso y un poco ausente, inmerso en pensamientos amables, regresé con Hermann a casa no muy tarde, con la idea fija de que antes de mi viaje a Caracas debía producirse un nuevo encuentro.

Pero eso nunca ocurrió. Había mar de fondo en casa de Hermann, Se ponían reparos a su relación, ajena a lo que debía esperarse si se respetaban las convenciones. Lo supe por comentarios sueltos, por alguna conversación que oí de lejos, con argumentos que me parecían ajenos a mi mundo emocional. Así que no supe más de mi pareja de aquella tarde. Quedó la imagen y la nostalgia que ahora tengo, de un sentir que es sólo e irrevocablemente adolescente.

**********

Veo ahora que la despedida en Puerto Cabello, la arquitectura configurando un escenario novedoso que parecía borrar lo que acompañaba un estilo de vida anterior, y el episodio de Naguanagua, eran como una suerte de umbral que separaba la infancia de la adolescencia, esta última mucho menos vinculada con el espacio familiar de Valencia, que no sólo fue alejándose, sino que se fragmentó. Irrumpía la realidad en el universo compacto de afectos propios de la niñez. Se hacían presentes cambiando conductas y modos de ser, de relacionarse y de expresarse, los gérmenes de lo que iban a ser los distintos tipos de sospecha que pueblan el universo adulto. Y la primera adolescencia comenzaba también a ser pasado. La adultez expresada por ejemplo en la educación universitaria con su profuso cambio de perspectivas y la aparición de vínculos muy fuertes además del surgimiento de las vocaciones personales, empezó en los mayores a moldear conductas y a establecer preferencias que se trasmitían a los más jóvenes, como yo.

En ese contexto, que fue tomando forma lentamente para luego establecerse casi de improviso, los tiempos de vacaciones de Ocumare, los cuales vivíamos como si estuviese suspendido el tiempo, como si se tratase de un ámbito al cual no tenían acceso las prevenciones, ansiedades, preocupaciones y propósitos de la vida real; en esos tiempos privilegiados seguían teniendo vigencia –y seguirían hasta que cesaron abruptamente– esas temporadas de retiro espiritual en las cuales se imponían los vínculos por sobre las separaciones. Vínculos que nos ayudaban a mantener alejado del mundo emocional personal y familiar, abriéndole paso a la sospecha, las razones para distanciarse.

No sólo lo veo así ahora, sino que soy capaz finalmente –tarde– de entender por qué mi padre lamentaba haber tenido que vender, precisamente en esos tiempos de transición, de paso de una etapa de la vida a la siguiente, la modestísima casa a la orilla del mar que había sido lugar de las mejores cosas.

**********

Volví a regresar a Valencia bastante tiempo después de la tarde en Naguanagua. Corría 1959 y debía viajar cada quince días a Valencia durante fines de ese año y hasta mediados del siguiente. Mi vida había ido definiéndose de un modo que podría considerarse vertiginoso desde aquel año de 1952. Apenas siete años después ya tenía planes de matrimonio con quien iba a ser mi primera esposa, a quien había conocido el año anterior y vivía lejos de Venezuela, en Chile.

En estos viajes almorzaba regularmente en la casa de mi tío Oscar, el de la piscina. Mi tía Anala, su viuda, era particularmente cariñosa y comíamos juntos conversando sobre cualquier cosa antes de yo regresar a Caracas. La casa estaba intacta, tal como yo la había conocido de niño, muy silenciosa porque Anala era así, muy callada y siempre de talante triste, ese tipo de personalidad que algunas personas tienen, tal como si estuvieran siempre en diálogo consigo mismos poco dispuestos a expandirse hacia afuera. Según creo recordar de las cosas que oí de niño, ella padecía de migrañas y a veces se nos decía, en ocasión de las visitas festivas, que se encontraba descansando. En cambio, Óscar el tío, quien había fallecido en junio de 1957 con apenas 55 años de edad, tan joven como su padre, era expansivo, cordial y de carácter suave, siempre pendiente de Cecilia a quien llevó de viaje a Europa en la primavera de 1949 con la idea de animarla un poco porque el fallecimiento de la abuela Elizabeth la había golpeado fuertemente.

Ese viaje de Cecilia tuvo para mí gran importancia emocional porque lo viví como una especie de violencia que me separaba de quien se había convertido en mi apoyo ante las incomprensiones de los adultos que debí sortear entre los diez y los doce años. Sensación que se me revivía un poco cada vez que me reunía con tía Anala y algún comentario se refería al viaje. Regresaba fugazmente para mí el recuerdo del desamparo que había sentido por la ausencia temporal del apoyo materno, desamparo que me llevó a pensar que la mayor tragedia que me hubiera podido ocurrir entonces sería la muerte de mi madre. Ser huérfano de madre, lo recuerdo ahora, podía ser la mayor tragedia para el niño que yo era.

La casa en silencio, ahora sólo con Anala, en contraste de como yo la recordaba llena de bullicio infantil. La piscina sin bañistas, con frecuencia sin agua. Tío Oscar definitivamente ausente y tía Anala viviendo su crónica tristeza, son imágenes que se fueron sumando a lo largo de esas apresuradas visitas motivadas por obligaciones alejadas del simple disfrute de los años anteriores. Todo ese cuadro de conclusión de lo que había sido, de cierre, de fin de una historia, fue para mí como una alegoría del cese de una época de mi vida. Valencia en cierto modo ya no estaba en mi mundo de experiencias. Lo vivido allí, entrañable, conectado con mi fibra más íntima, se iba a convertir en memoria. Se iniciaba para mí una vida nueva y se iría formando en mi imaginación ese curioso –llega a sorprenderme– caudal de imágenes, episodios recordados con detalles que podían haber sido irrelevantes y cobran vida en estas líneas. Valencia comenzaba a hacerse brumosa, aparecería en lo sucesivo sólo en conversaciones y me encontraría con las personas que pueblan esa memoria en los matrimonios, los entierros o los encuentros casuales. La vida iba a discurrir por otros senderos.

[1]Era una casa exponente de la arquitectura que comenzaba a expresarse en Venezuela. Hubiera merecido ser conservada como un ejemplo de la mejor arquitectura venezolana de su tiempo.

[2]En esos años era muy común usar distintas triquiñuelas para obtener una licencia de conducir a la edad que en ese momento tenía Hermann. Jesús se hizo de una y manejó sin tener la edad reglamentaria.

[3]Así se le decía en esos años a las fiestas que se organizaban para bailar un poco al son de la música que se tocaba en un tocadiscos,  pickup en inglés, es decir picó en Venezuela. Por eso se hablaba de picoteo.

VER LA VIDA (33)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Líneas más arriba decía que hablaría de mi nuevo Colegio, el Valles de Aragua. Me inscribieron en él junto a Carlota –ella en la sección de niñas– cuando estábamos para comenzar el Sexto Grado. Yo tenía diez años, ella once. Edgardo con ocho se quedó en el San Pedro Alejandrino hasta terminar el Quinto y acompañarnos luego en Sexto.  Cursé allí también los dos primeros años de Secundaria.

El colegio funcionaba en una vieja casa del centro de Maracay, en la Ave. Bolívar, unas tres cuadras después de la iglesia. Tenía atrás un patio grande alrededor del cual estaban las aulas. Era todo muy improvisado y podría decirse que precario, típico de cómo generalmente, con las debidas excepciones, se han improvisado a lo largo de la historia moderna venezolana los colegios privados no pertenecientes a órdenes religiosas, producto de adaptaciones baratas de viejas construcciones o casas en deterioro que contribuyen a la ranchificación [1] de las instalaciones. Ahora cuando rememoro lo que era aquel edificio me asombro que me hubiera adaptado a él sin reparo alguno y que nunca haya expresado una queja, ni yo, ni mis hermanos –o mamá y papá– por las condiciones en las que estudiábamos, lo cual es una prueba más de la especial adaptabilidad de los niños. Sin que haya que dejar de decir que esto que narro sobre mis colegios de la infancia es una prueba más de que Venezuela ha sido siempre un país donde no tienen vigencia los estándares mínimos: cualquier cosa puede funcionar en cualquier parte. Es un atavismo cultural que permanece intacto hasta hoy.

**********

Cuando llegamos el primer día a clases el director me comunicó que debía pasar por su improvisada oficina a efectos de realizarme un examen psico-pedagógico (o de coeficiente intelectual), término que no estoy seguro que usó, pero que, si voy a lo que recuerdo, de eso se trataba. Allí comparecí un par de días después. Pudo haberme llamado la atención que no se le hubiera hecho tal examen a Carlota que eran tan nueva alumna como yo, pero me imaginé que el asunto se debía a mis experiencias en el San Pedro Alejandrino. La segunda cosa que me pareció curiosa es que el director colocó su silla detrás de la mía, y se mantuvo allí mientras me hacía las preguntas, tocándome ambas sienes con sus dedos como si estuviese reconociendo mis pulsaciones. Eso me extrañó, pero se lo atribuí a una técnica propia del test; y si bien estuve seguro algún tiempo después que había sido un teatro, mi actitud infantil de confianza me dio tranquilidad y nunca volví a pensar en el asunto [2]. Sin embargo, me llamó la atención sin profundizar mucho, que entre pregunta y pregunta relacionadas con rapidez de razonamiento y cosas de ese tipo, hubiera algunas de corte íntimo que contesté con toda sinceridad, como si me estuviera confesando.

En los días y semanas sucesivos, el director fue tratando de ganarse mi confianza. Me trataba con particular deferencia, la cual comenzó a mostrarse en los elogios que me expresó referidos al resultado de la prueba, lo cual por supuesto me halagó. Sin embargo, empecé a presentir algo que no me gustaba de su actitud gracias a los pequeños chismes que circulaban entre mis compañeros. Porque no he dicho que el director con su familia, esposa e hijos –dos según recuerdo, uno muy pequeño– vivían en el Colegio y ocupaban las dependencias más cercanas al acceso desde la calle. Y también vivía en el colegio, en una habitación que daba hacia el patio, un muchacho de unos quince años quien era una especie de protegido de la familia. Los chismes tenían que ver con la relación entre él y el director.

**********

Llegó un momento en que me di cuenta, sin entrar en detalles pero sin dudarlo más, de que el director era, pura y simplemente, lo que hoy llamamos un pedófilo. En esos tiempos, cuando todo lo relativo al sexo estaba en la sombra, esa desviación era tan activa como lo es hoy, pero la encubría la hipocresía social del machismo. Así que apenas lo tuve claro busqué distintas maneras de evadirme hasta que, como punto final, apelé a toda mi determinación para negarme a formar parte de un viaje a Cúcuta, Colombia (excursiones de compras que se estilaban mucho en la Venezuela de entonces), que el director planeaba con un grupo de estudiantes durante una de las vacaciones largas, no recuerdo si de carnaval o de Semana Santa, viaje al cual insistía en que yo me sumase. Y cuando se lo dije en una ocasión a la salida de clases me dijo visiblemente alterado y de modo tajante ¡entonces lo raspo! [3] amenaza a la cual no le presté ninguna atención, seguro como estaba que mi rendimiento –terminaba ya el sexto grado– era suficientemente satisfactorio y le sería muy difícil cumplirla.

En lo sucesivo este personaje cuyo nombre no cito porque ya habrá fallecido y me incomoda que sus descendientes carguen con un peso psicológico del cual no son responsables, se mantuvo a distancia y más nunca se metió conmigo. Cursé mi Primero y Segundo Años sin que llegara a mostrarse ninguna secuela de lo sucedido, hice vida activa en el colegio y es ahora cuando al reconstruirlo reflexiono sobre su gravedad y los riesgos que corrí si este particular director no hubiera optado –lo indujo sin duda mi conducta– por alejarse y en cierto modo desaparecer para mí, mi hermana y Edgardo, a quienes nunca se acercó.

**********

Nunca hablé de esto ni en el momento ni después con mis padres o mis hermanos. No pensé que papá pudiera estar en capacidad de reconocer el error cometido al haberme hasta cierto punto confiado al director sin conocerlo bien. Si como era evidente papá había mantenido distancia, y como supe, sostenido conversaciones personales con él reprobando mi comportamiento sin hablar nunca conmigo, mi lógica infantil me decía que no iba a resultar posible hacer una acusación sin que se pusiera en duda mi juicio.  Me iban a faltar argumentos y certidumbres, aparte de que en virtud de su distancia emocional parecía dudoso que papá tuviera la disposición de ánimo necesaria para darme la razón. Participárselo a mamá nunca lo consideré porque me parecía que el asunto se alejaba de su mirada femenina y de su actitud protectora y en consecuencia corría el riesgo de que ella no entendiera bien el origen y la validez de lo que yo sabía. Poner en duda la aparente respetabilidad del personaje podía fácilmente quedar como un prejuicio de mi parte o como producto de chismes. Para no hablar de algo importante: lo que hoy podría llamarse la cautela social que se aplica en estos casos y hace difícil calificar a una persona que pasa por ser correcta y cultiva apariencias. Se me iban a exigir pruebas y con seguridad se plantearía un conflicto que mi natural inseguridad infantil me impulsaba a evitar. Y en última instancia –y hoy pienso que esa fue esa la verdadera razón de mi silencio– toda la historia no había sido para mí sino un simple incidente. Con mi conducta había logrado que el personaje en cuestión se mantuviera alejado y el ambiente más amplio del colegio y la buena relación con todos los profesores y los compañeros de curso me hacía sentir a buena distancia de cualquier manipulación.

Sólo siendo ya hombre maduro, o ahora al rememorar, es cuando me doy cuenta que procedí de la misma manera como proceden en general los niños que son acosados: escurriéndose, alejándose de la amenaza, como recurso de protección surgido de la falta de argumentos terminantes que despejen las dudas de los adultos ante una denuncia que puede ser vista como capricho o ligereza infantil. Y a pesar de que pienso hoy que la hipocresía del personaje debió haber sido denunciada y enfrentada, me doy cuenta de que tal modo de actuar era completamente improbable tanto en el contexto de aquella aldea atrasada que en realidad era Maracay, como en el de los usos sociales de entonces, dominados, como ya he dicho, por prejuicios muy arraigados. En cuanto a mamá, a quien pude haberle contado porque estaba muy cerca emocionalmente; a la vez como muchas mujeres de su generación, tenía un modo luminoso de presentarnos la realidad muy distante de cosas como la que yo le hubiese contado. Todas cosas que mi intuición infantil, que como he dicho antes es sin duda la sustancia de la leyenda cristiana del Ángel de la Guarda que protege de los peligros al niño (porque es sobre todo a los niños a quienes se le habla de él) que me fue dictando, en ausencia de un consejo paterno o materno, la conducta que asumí: mantenerme a distancia. Y fue lo que hice.

**********

Muchas cosas pueden decirse de esta historia. La más evidente es un lugar común:  detrás de muchas aparentes respetabilidades se esconden amenazas. Pero hay muchas más entre las cuales tiene sentido señalar la necesidad de comunicación fluida entre padres e hijos, siempre tomando en cuenta que el niño o la niña pueden sentirse más inclinados a comunicarse con el padre o la madre a raíz de la identificación surgida de la condición masculina o femenina. Y cuando uno de los dos se mantiene distante, se cierran los caminos a seguir.  Y es obvio que aquí fue la distancia de papá la que facilitó la irrupción de una persona extraña y peligrosa ante la cual mi actitud, que debí manejar en soledad, hizo la diferencia.

Ya siendo adulto nunca hablé de esto en la familia. Si se trataba de papá, sus problemas económicos (que eran también nuestros pero que nunca  –al menos yo– los viví en primera persona con el peso que tenían), y la separación forzada que tuvo lugar cuando nos mudamos a Caracas y él debió durante varios meses quedarse en Maracay liquidando su negocio, se fue progresivamente ensimismando, y a pesar de que su relación con mamá no empeoró sino se hizo más serena, sí se mantuvo al margen de nuestro acontecer como estudiantes universitarios o más adelante como jóvenes profesionales. Ese cuadro le quitaba sentido a revivir la vieja experiencia del Valles de Aragua. Me parecía que podían surgir tensiones que sólo iban a contribuir en hacerle más difícil su progresiva retirada de la vida, muy afectado su ánimo. En efecto, el tono que caracterizó su tiempo caraqueño desde que dejó sus querencias maracayeras era de una especie de supervivencia melancólica, viendo un poco de lejos como sus hijos se adentraban en la vida y le abrían paso a sus respectivas familias, haciendo el papel de un observador que decía pocas cosas, expresando su alegría personal sólo en los momentos en los que le era posible conectarse con viejos amigos o con parte de la familia con la que se sentía a gusto. Porque momentos buenos los hubo, y no fueron pocos.

En cuanto a los hermanos, si podía decirse que siempre reinó en esos años de comienzos de la vida adulta una armonía básica y una convivencia positiva, también estábamos abriéndonos paso en la vida adulta llevando cada quien consigo eso que se califica como egoísmo en el adulto joven dentro del seno familiar y  no es más que la concentración en la tarea de madurar emocionalmente y empezar a definir un carácter y una manera de ver la vida. Y se redujo la necesidad de comunicarse. de hablarse. Cada quien en lo suyo podría decirse, y además nos casamos todos muy jóvenes ¿Qué sentido podría tener entonces hacer un tema de cosas de la niñez que estaban emocionalmente muy lejanas ?

**********

Y cuando pudo haber llegado el momento de comunicarnos ciertas cosas, ya hacía mucho tiempo que la sospecha, ese factor que separa y estimula las distancias, había dejado su huella. Al rememorar ahora me asalta la melancolía al hacer la comparación entre la hermosa y profundamente arraigada en mi alma solidaridad fraternal de la infancia y la primera adolescencia, y la progresiva distancia, la separación, la lejanía emocional, que la vida con todas sus incidencias fue sembrando en cada uno de nosotros. Me pasa algo análogo a lo que comentaba unas pocas líneas más arriba respecto a las vivencias valencianas que tanta alegría nos produjeron y sin embargo se perdieron en un olvido creado por la fragmentación propia del  proceso de maduración personal de cada quién. Es por supuesto, apelando al lugar común, una manifestación más –muy importante– de las manifestaciones de la vida tal como es, con sus asperezas, sus realidades difíciles y su necesarísimo olvido. Pero uno, en esta edad crepuscular en la que me encuentro, se pone solemne y se enternece pensando en lo que fue y desapareció. ¿Cuánto no hubiera querido yo o cualquiera de mis hermanos ya siendo adultos que nos invadiera, aunque fuese por un momento y de forma milagrosa, la ingenua solidaridad y amor fraterno de los tiempos del Beau Geste cinematográfico que describí mucho más arriba? Porque si fuese así, se produciría el añorado encuentro, el vivir con el otro, el estar siempre juntos que una vez nos alimentó.

Al ver que siempre entre hermanos de todas las familias se produce el mismo alejarse (es la ley de la vida, de nuevo el lugar común), que se asoma la misma desconfianza, la misma forma de egoísmo que termina rompiendo lo que la sangre podría fácilmente unir; al ver que pese a todo el sentimentalismo al que uno quiera recurrir, cada persona se individualiza alejando de sí –es secuela de la individuación, tal vez– el recuerdo del discurrir fraterno, no resulta fácil sonreír. Y sin embargo sonreímos. Vamos entendiendo mejor lo que es vivir, aunque quede poco tiempo para aprovechar las consecuencias.

Otras veces he incluido, cuando el discurso aborda temas derivados de las flaquezas y contradicciones personales en medio de las tensiones de la vida, este dibujo que hizo Le Corbusier el cual representa a la Medusa, mitad oscuridad, mitad claridad, que además amenaza con su mirada de basilisco. Aquí pues la coloco por las mismas razones…

[1]Ese término creo que existe sólo en Venezuela. Viene del significado que le damos a la palabra rancho como sinónimo de chabola que se usa en España como vivienda precaria con materiales de desecho o de baja calidad. Ranchificar sería hacer construcciones de mala calidad o improvisadas en una edificación produciendo deterioro visual y precariedad.

[2]Me lo ratifica Carola Izquiel, psicóloga clínica venezolana, amiga cercana, en los siguientes términos (los transcribo parcialmente): Nunca he escuchado de tal método de veracidad. Por lo general los test de inteligencia son pruebas psicométricas estandarizadas que pasan por rigurosos procesos estadísticos de validación y confiabilidad. Para saber si una persona está mintiendo, se utilizan índices que miden la congruencia de la prueba, es decir, una misma habilidad cognitiva aparece evaluada de distintas maneras y por distintos items…

[3]En Venezuela, en el medio escolar, raspar quiere decir no aprobar la materia o el curso. En Sexto Grado, que era mi nivel al entrar a ese colegio, no había división por materias, de modo que raspar era perder el curso completo. Pero mi rendimiento era alto y yo no tenía nada que temer de la amenaza.

VER LA VIDA (34)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Tuve buenos profesores en el Colegio Valles de Aragua. Entre ellos, el que recuerdo con más claridad, en Sexto Grado, era un español de unos 45 años, circunspecto, de facciones duras, rostro de arrugas profundas a lo Abraham Lincoln y barba negra muy cerrada, cortante acento peninsular, con el brazo izquierdo tieso por una herida de guerra (la civil española por supuesto), emigrado de quién podía suponerse inmediatamente filiación republicana. Dictaba no recuerdo qué materias y fumaba incansablemente con una fruición que hacía pensar en que fumar valía la pena…y así lo entendí rápidamente junto a cosas mucho más edificantes. Se llamaba José Abellana y Dios debe tenerlo en la gloria de los hombres rigurosos y maestros excepcionales. Levantaba su brazo rígido con la caja de fósforos ya con el cigarrillo Cavet en la boca, prendía el fósforo y encendía con particular placer su cigarrillo, uno tras otro como lo mandaba el vicio en aquellos tiempos. Y adelante con la clase, a la cual nunca faltaba. Y como he dicho, de allí a comprar tres Cavets –del tipo mentolado que me gustaba– por un bolívar en uno de los recorridos en bicicleta en cualquier pulpería del lado de Las Delicias y junto con Pedro Pablo (no sé si Edgardo participaba) ponernos a fumar debajo de un árbol sin aspirar porque aún no sabía hacerlo, pasó muy poco tiempo. Me convertí en fumador a los diez años –hace cincuenta abandoné el hábito– hasta que mamá me sintió el olor y me hizo jurarle que nunca más fumaría…tal como si fuera un pecado mortal. No cumplí el juramento y espero no merecer por ello el fuego eterno.

Esto es lo único que conservo del gran José Abellana

**********

Debo hablar también de dos profesores anónimos a quienes debo mucho y llamo así porque no logro recordar sus nombres y no tengo forma de saberlo. Fueron importantes junto con Abellana y el de inglés, Francisco Pividal. Me dieron tanto y de modo tan completo que junto a mi inclinación normal al estudio tuve a la mano las herramientas para superar en rendimiento en mi Tercer Año a los caraqueños del Colegio La Salle. Me refiero a los profesores de Castellano y Literatura en Primer año y Educación Artística en Segundo, ambos venezolanos. El de Castellano era muy hablachento, un poco presumido, de contextura delgada, siempre con su paltó[1] y camisa de corbata sin corbata, y tenía la virtud de ser un buen lector y de hacer muchos esfuerzos por interesar a sus estudiantes en la lectura. El punto alto de mis relaciones con él fue a raíz de un trabajo de análisis literario (fondo y forma y distintos temas de lo que se llamaba Preceptiva Literaria) que hicimos en grupo y que pese a la manifiesta ingenuidad de nuestra forma de exponer, muy directa y espontánea, celebró con simpatía y le otorgó la segunda mejor nota. Y en cuanto a Educación Artística, llama la atención hoy cuando lo recuerdo que sin tener ningún proyector de láminas, libros de referencia, sin siquiera tener biblioteca, en resumen sin ningún apoyo aparte de su relativa elocuencia –porque era más bien callado– le fue posible hacernos interesar en los asuntos básicos de la Historia del Arte que después me sirvieron de rudimentos para la Escuela de Arquitectura. Y nunca me sentí superado por lo que habían recibido mis compañeros caraqueños.

Algo parecido podría decir de Francisco Pividal (1916-1997), cubano, quien fue nuestro profesor de inglés en Primero y Segundo años y había sido el de Jesús y Pedro Pablo en el Liceo Agustín Codazzi, dirigido por el profesor Semidey, donde Jesús tuvo el privilegio de tener también de profesora a la jovencísima entonces Edina Barradas. No sólo dominaba Pividal a la perfección ese idioma, sino que era un gran profesor y pude decir en los años que siguieron que lo que me enseñó en Primero y Segundo Años fue todo lo que necesité, (más las lecturas a pie forzado, unos viajes en los cuales practiqué mucho, esfuerzos por escribir y mucha curiosidad por el idioma), para convertir al inglés en mi segunda lengua.

Pividal era un tipo alto y flaco, de treinta y tantos años, hombre culto que evidentemente había vivido en los Estados Unidos porque nos explicaba con dibujos en la pizarra, con cierto detalle, cómo era Nueva York. Desconozco cómo llegó a Maracay. Supe que en los años posteriores fundó allí el Colegio Panamericano, de su propiedad. Tampoco puedo decir nada de sus antecedentes, pero me detengo en él porque cuando triunfó en Enero de 1959 la Revolución Cubana, fue nombrado Embajador de Cuba en Venezuela. Ante mi total estupor porque nunca este hombre dejó ver en algún momento que tuviese alguna conexión con la lucha contra la Dictadura de Batista en Cuba, o que expresase incomodidad ante la Dictadura venezolana que estaba en ese momento en el poder. Y menos aún que tuviese un interés especial por la historia como se dijo cuando veinticinco años después de haber sido mi profesor –1976– publicó un trabajo sobre el antiimperialismo de Simón Bolívar que siempre me pareció una muestra más del oportunismo de los sectores intelectuales en relación a la tragedia cubana.

En enero de 1959, Fidel Castro conversa con el presidente electo de Venezuela, Romulo Betancourt, en su residencia de Caracas. Junto a ellos Francisco Pividal, embajador de Cuba en Venezuela.

**********

Y hay otros ejemplos en el mundo maracayero que prueban que el conocimiento se abre paso por múltiples caminos. Uno de ellos bastante significativo pasaba por el cine Roxy de Maracay donde vimos, como ya he dicho, unas cuantas películas que aparte de hacernos reflexionar estimularon experiencias de conocimiento. Ya narré en Ver la Vida (8) cómo nos interesó la versión de Renato Castellani de Romeo y Julieta de Shakespeare que vimos en el Cine Broadway recién llegados a Caracas. Tuvo una importancia análoga que se mantiene muy fresca en la memoria la magistral versión de Orson Welles del Otelo Shakesperiano que habíamos visto en Maracay el año anterior (1952) a nuestra mudanza. Tuvieron parecida repercusión Fantasía de Walt Disney de la cual Jesús se mantuvo a prudente distancia pero a mí me permitió conocer una obra esencial de Igor Stravinsky como la Consagración de la Primavera https://www.youtube.com/watch?v=PLzKx6R75IA la cual oiré siempre –a pesar mío– acompañada de dinosaurios y volcanes en erupción.

Un fotograma de Fantasía (Consagración de la Primavera de Stravinsky) de Walt Disney, de 1940-50

Pasaron en el Roxy también El Gran Dictador de Chaplin obra maestra del cine en la cual el magnífico discurso final sobre la democracia habrá dejado su huella https://www.youtube.com/watch?v=vJGg5qk9Yz0

En El Gran Dictador hay secuencias memorables. Aparte del discurso sobre la democracia está por ejemplo la “danza con el mundo” del Dictador (analogía evidente con Hitler) una de las mejores del film.

Y disfrutamos del humor inteligente y crítico post-Chaplin de Stan Laurel y Oliver Hardy (El Gordo y el Flaco) de quienes me convertí en fanático.

El Gordo y el Flaco-Laurel and Hardy (1927-1955)

Y unas cuantas más como por ejemplo las muy concurridas de Cantinflas (Ahí está el detalle, de 1940, tan exitosa como para proyectarse continuamente) que me causaban explosiones de risa,

Cantinflas en Ahí está el Detalle de 1940

junto a las que se confunden en la memoria hasta llegar a un caso que me parece ejemplar y que he comentado varias veces, que fue el de la película Uno contra todos (The Fountainhead – El Manantial, fue su título americano) basada en la novela de Ayn Rand (1905-1982) https://es.wikipedia.org/wiki/Ayn_Rand del mismo nombre, a la cual le dediqué entradas en este mismo Blog el 3-9-2011 y el 19-10-2013, tanto me impresionó su impacto en nosotros, particularmente en Jesús y yo, si bien Pedro Pablo también fue sensible a él. El alto nivel de ese puñado de películas no sólo lleva a reflexionar sobre el papel instrumental en la construcción de una cultura que el cine puede tener cuando deja de ser simple entretenimiento y aspira a ser portador de un mensaje, sino la posibilidad de que, gracias a su capacidad para penetrar todos los ambientes por cerrados que puedan ser, llegue hasta un receptor ávido de estímulos creando lo que hoy llamamos realidades virtuales que ayudan a moverse por encima de las limitaciones del ambiente inmediato. Se convierte así en un instrumento educativo extraordinario hoy amplificado exponencialmente por la penetración generalizada de Internet.

**********

Vimos en el Roxy Uno Contra Todos https://vimeo.com/129783975, en 1951 cuando yo cursaba Primer Año. Se filmó en 1949 y Los principales actores eran Gary Cooper, Patricia Neal y Raymond Massey como actor secundario; el Director King Vidor. Cooper era Howard Roark https://es.wikipedia.org/wiki/The_Fountainhead_(película) quien es presentado como un arquitecto afiliado a la modernidad de un modo estricto que debe enfrentarse a la generalizada incomprensión del medio y de los sectores adinerados, expresados por el director de un periódico que prácticamente hace campaña contra él. Pero a pesar de todo Roark se encuentra con una especie de mecenas que le da encargos, un poderoso millonario interpretado por Massey. Al final, Roark llega al extremo de dinamitar un edificio que había sido construido alterando su proyecto.  Es obvio, si se atiende al título original de la película y así fue señalado por la crítica, que Roark era una especie de sucedáneo de Frank Lloyd Wright, lo cual podía encontrar comprobación en algunos de los proyectos que se muestran, algunos muy wrightianos. Pero me interesa destacar sobre todo el impacto que tuvo en nosotros el idealismo del protagonista, un arquitecto que defiende sus convicciones con entereza y que en cierto modo encarna los ideales de renovación social y cultural frente al conservadurismo que rechaza los nuevos lenguajes de la arquitectura, los cuales se presentan como el lado luminoso que lucha por imponerse ante la oscuridad. Todo presentado de un modo muy simplista pero atractivo: lo bueno que quiere surgir frente a lo malo establecido. Y tal vez lo más interesante es que los ejemplos de arquitectura que se muestran, tomados sin duda de la iconografía arquitectónica moderna en boga en esos años, son particularmente atractivos y aún con los estándares de hoy estéticamente seductores. Todo un panorama para apasionar a jóvenes que comienzan a abrirse al mundo y que tienen que tomar decisiones en relación al camino a seguir. La arquitectura apareció pues en ese momento en el panorama nuestro, sin duda impulsado por esta película de no muy alto nivel, pero interesante y de impacto.

Gary Cooper-Roark observa uno de sus edificios, despojado y vítreo como la Lever House en Park Avenue, todavía no construida.


La Lever House, en Park Avenue, Nueva York, diseñada por Gordon Bunshaft para la oficina de Skidmore Owings y Merrill (1951-52)

Esta casa, uno de los proyectos de Cooper-Roark sin duda recuerda a la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright

La Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright (1939). Es obvia la alusión a esta casa del dibujo anterior. .

Un rascacielos de Cooper-Roark tal como aparece en la película. Cualquier semejanza con el edificio Time-Warner de Columbus Circle, de Moshe Safdie, es casual pero revela la actualización de la película.

La Casa Enright, un modernísimo edificio de apartamentos junto al Central Park, tiene un papel importante en la película. Aquí en construcción.

La Casa Enright terminada. La observa Roark-Gary Cooper

La Casa Enright de noche

Patricia Neal desciende por la hermosa –con criterios actuales– escalera del Pent House de la Casa Enright

**********

Asumo que dos amigos cercanos de Jesús, Gustavo Niño y Moisés (Mory) Krasner, vieron también Uno Contra Todos. Eran sus compañeros habituales de los quince años (Mory también musical pero en grado menor que el de Jesús) e incluso compañeros de viaje cuando cursaron juntos el Quinto Año en el Liceo Pedro Gual de Valencia, a donde iban diariamente en carrito [2]. Porque recuerdo haber sido testigo un poco lejano en los tiempos posteriores a la exhibición de la película, de conversaciones entre ellos donde salían a relucir dibujos de arquitecturas inventadas entre los cuales se destacaban los de Mory, uno de los cuales he conservado en la memoria, muy afín a los de los constructivistas rusos que tal vez él había visto en alguna revista. Era Mory un extraordinario dibujante capaz de hacer a esas alturas de su educación un capitel corintio a lápiz sobre cartulina que me dejó con la boca abierta cuando me lo mostró. Y tanto Mory[3]como Gustavo se hicieron arquitectos, Mory a edad un poco mayor después de estar en Brasil un tiempo. Y nos hicimos arquitectos Jesús y yo.

En todo caso, no pretendo considerar esa película como origen de la vocación de ellos o de la mía, pero sin duda fue una ventana hacia una actividad, una profesión, que por esos años –inmediatos a la guerra– adquirió una particular relevancia por su capacidad de producir señales en el espacio urbano hasta cierto punto simbólicas de nuevos tiempos que comenzaban con una paz ganada con sangre y sufrimiento, de la cual se esperaba la superación de las rémoras del pasado.

**********

A riesgo de ser repetitivo, volvemos aquí al tema que ya he tocado, el cual puede ser moraleja de este texto. Es una –entre otras– de las moralejas derivadas de estas notas que hablan de ver la vida: la que ya he mencionado a raíz de mis comentarios sobre la educación que recibimos, la formal de escuelas, colegios y tutela de profesores, y otra que pudiera hasta cierto punto llamarse informal cuyos vehículos son los medios que la civilización pone al alcance las personas, como fue, y es, el caso del cine que ha penetrado todos los mundos. Y la resumo de nuevo así: las personas, los seres humanos, son insustituibles, aunque se hable siempre de artificios que los suplantarán con éxito. Su presencia, su capacidad de asimilación y de creación de los fundamentos culturales, es esencial en el proceso educativo como palanca para superar las limitaciones estructurales: económicas, geográficas, económicas, políticas, culturales, de un medio dado.  En segundo término –insisto en hablar de segundo término– están los recursos que se ponen a disposición de la gente, accesibles y comunes, que permiten comunicarse vívidamente con el mundo más amplio que ayuda a saltar por encima de los obstáculos que la condición periférica y el atraso cultural y económico ejercen en cada quien.

Agrego ahora que no dudo en sostener, lo he dicho y lo vuelvo a decir desde un punto de vista personal y hasta íntimo, cuando confronto mis experiencias con lo que he visto en el ámbito educativo en muchas partes del mundo más allá de un conocimiento superficial, que lo recibido por mí y mis hermanos en los años de formación, gracias a la presencia de profesores, hombres y mujeres, comprometidos con su tarea de educadores, en ese pequeño lugar del mundo que era Maracay, no tuvo nada que envidiarle a lo que recibe el educando de edad y aptitudes similares en los centros culturales y económicos más importantes del mundo entero. Y en cuanto a los medios que la civilización pone en nuestras manos, en aquella época fue el cine el instrumento que se filtró en todos los ambientes pese a las resistencias de los regímenes dictatoriales y especialmente durante los años en los cuales fue considerado un vehículo de comunicación por encima del simple negocio (de lo cual Chaplin y el Gran Dictador son un ejemplo):  hoy en día es Internet, medio que también deberá –lo esperamos– ir mucho más allá de la insistente trivialización expandida por las llamadas redes sociales. En ambos casos son instrumentos que acercan los bienes culturales independientemente de donde se produzcan, lo cual viene a ser una compensación efectiva de las carencias que las distancias geográficas y económicas imponen a los países periféricos versus los países centrales.

Creo que el relato de esos años de Maracay, Ocumare, los maestros, los amigos, lo que se decía y se oía, las distracciones entre las cuales el cine ocupó un espacio, pero también la música grabada, los medios de comunicación, los distintos eventos, todo ello nos dice que es la experiencia de vida en todos los sentidos que ella se da y particularmente en los años de formación, lo que constituye el fundamento de la cultura. En otras palabras: de allí, de la vida tal como ella es, sin superposiciones voluntaristas que distorsionan, es de donde nace la cultura de una sociedad, concepto kantiano que no debe olvidarse y que nadie repite por innecesario en medios culturales maduros y con larga historia, pero que en un país frágil, olvidadizo y recién abierto al mundo como es el nuestro estamos en la obligación de recordar. Aún siendo pequeños, somos nosotros con nuestra vida de todos los días los hacedores de la cultura nuestra. Sin olvidar algo esencial: la experiencia se da en un contexto. No se crea cultura sin estar profundamente anclado en un lugar del mundo. De esas raíces que están aquí, no mucho más arriba de los diez grados de latitud norte, entre mar y selva, montaña y grandes ríos, es de donde surgirá nuestra universalidad.

[1]Paltó es la pieza de la indumentaria del hombre (se le denomina saco en España y otros países) que acompaña al pantalón de vestir o falda (Wikipedia), es decir, a las demás piezas de vestidura formal. Así se le denomina en Venezuela

[2]Era la forma típica de viajes interurbanos: un automóvil de cinco puestos mas chofer, o una camioneta, en la que se pagaba sólo por un puesto. Y se le aplicó ese nombre: carrito por puestos.

[3]El 3 de Septiembre de 2011, en una entrada con el título No me tapes el sol me refería a una anécdota protagonizada por Jesús y Mory en tiempos de colegio que me parece significativa, invito a leerla. También me referí a ella en la entrada titulada Arquitectura-Arte 2 del 19 de Octubre de 2013.

VER LA VIDA (35)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Mucho se habla de la lectura como instrumento educativo esencial o como actividad que vincula a quien la practica con lo que pudiéramos llamar la sustancia del quehacer humano. Porque es el medio que permite conocer, por una parte, lo que está más allá de nosotros en el tiempo y el espacio; y también porque nos permite escuchar algunas voces de ese inmenso coro que es la humanidad a través de quienes asumen el papel de sus portavoces: los escritores, historiadores, filósofos, simples narradores, personas que se han rendido al deseo de escribir, que son víctimas de esa enfermedad como la calificaba Walt Whitman. Así que quien quiera ampliar sus horizontes, quien se entregue con tenacidad a la tarea de trascender lo que le imponen las circunstancias, con frecuencia estrechas y limitadas, terminará encontrándose en algún momento de su vida, seriamente y con la intensidad que corresponda a su personalidad, con la lectura.

Yo no podría decir que me encontré con la lectura cuando niño. Más bien es ahora de viejo, comenzando cuando pasaba la quinta década y haciéndose intensa en los últimos cinco años de mis actuales ochenta, que tomo como algo esencial a la lectura. No es que no leyera de niño, porque en esos años los niños leían, sino que no tuve el impulso –que sí tuvo mi hermano Jesús– de hacer de la lectura una actividad habitual. En cierta medida fui un newspaper literate  como llaman los americanos del norte a quienes leen sólo el periódico, porque efectivamente lo leía muy concentrado, empezando siempre con las noticias de las páginas deportivas –el béisbol­, mi pasión en esos años– siguiendo entre 1950 y 1953, que fue el tiempo  que duró, a la guerra de Corea [1], no por razones de fondo sino siguiendo la fascinación que producen las guerras cuando se ven desde fuera como  maniobras del poder sin considerar sus horrores y absurdos. También leía las revistas que llegaban a la casa por suscripción, particularmente Elite o Venezuela Deportiva –después Venezuela Gráfica– esta última con los primeros semidesnudos femeninos que atraían mi atención adolescente. Y no podía faltar los Domingos –ya lo he dicho– la lectura de las historietas o tiras cómicas, hoy llamadas comics, que venían como suplementos de El Nacional y La Esfera. En ellos destacaban los personajes de Disney o los hoy llamados super-héroes, incluyendo una muy inteligente y divertida, Lorenzo (Parachoques) y Pepita, por supuesto americana[2], de la cual me recuerdo siempre al tender la cama diariamente  porque se me aparece la imagen de uno de los episodios que Cecilia celebraba.  Y en la última página la historieta intelectual llamada en español El Príncipe Valiente [3]que requería una actitud más seria la cual en cierto modo nos enorgullecía.

Lorenzo y Pepita

El Príncipe Valiente, tira cómica inspirada en las leyendas medievales anglosajonas (Las caballeros de la Tabla Redonda y demás) estaba dibujada admirablemente y con respaldo gráfico casi académico (obsérvese aquí el soberbio castillo y el paisaje).

**********

Escribí antes que mi lectura más seria había comenzado con el regalo de Cecilia de David Copperfield de Charles Dickens y su Historia en dos ciudades que compré. Poco después se sumó Colmillo Blanco de Jack London, regalo también de ella. Más grandecito siguiendo el ejemplo de Jesús, leía a veces la columna Letra y Solfa de Alejo Carpentier también en El Nacional, buena iniciación en los temas de la cultura. Y me interesaron algunos de los libros de carácter político que tenía papá en su estantería, como El Cabito y Cuatro años de mi Cartera de Pedro María Morantes (Pío Gil) libros marcados por el odio político del autor a Cipriano Castro que si mal no recuerdo había editado El Nacional. También Gómez el Tirano de Los Andes del americano Thomas Rourke (me interesó mucho), que junto a trozos de Memorias de un venezolano en la decadencia de Pocaterra –papá tuvo una cierta amistad con él– fueron lecturas a las cuales les debo una temprana conciencia anti-dictatorial. También tenía papá La Trepadora de Rómulo Gallegos, de la cual leí algunos capítulos, y he mencionado antes a los poemarios más recientes de Luis Pastori, quien como amigo de papá se los había obsequiado (mi primera lectura de poesía, aparte de lo que entresacaba del libro sobre el Siglo de Oro Español). Y se me hizo afición comprar puntualmente Selecciones del Reader’s Digest que leía de cabo a rabo incluyendo sus libros condensados [4]lectura que con cierta razón Jesús ridiculizaba pero que me deparó momentos gratos y me acercó a contenidos de interés. Por ejemplo, el libro Viaje a Lourdes, de Alexis Carrel (1873-1944) científico francés, Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1912, famoso converso de Lourdes en 1903 [5], quien describió su experiencia en ese libro que, aún condensado, me impresionó enormemente y motivó mi viaje a Lourdes con mi primera esposa Delia Picón y mi hijo mayor Oscar Rafael de meses en 1962.

Alexis Carrel, científico francés (1873-1944)

En resumen, era una afición a la lectura sin ninguna pretensión, muy simple, nada anunciadora de aspiraciones mayores, movida por la curiosidad del niño o el adolescente que comenzaba a asomar su cara. Todo ello combinado con las exploraciones de la Divina Comedia y un constante hurgar en una enciclopedia para jóvenes que circulaba en esa época y papá compró junto con una pequeña estantería para los veinte volúmenes: El Tesoro de la Juventud. Todos nosotros la hojeábamos de cuando en cuando y de las imágenes que contenía –era ilustrada– aún recuerdo la página de la Anaconda en la sección de serpientes tropicales.

**********

En el Valles de Aragua debí cargar con la suposición de que yo era indócil y argumentativo y que necesitaba ser corregido, lo cual tal vez fue la razón para que me impusieran como castigo, sin que pueda recordar si hubo algún nuevo incidente que lo justificó, quedarme a barrer el patio de recreo todas las tardes después de clase cuando todo el mundo ya había salido.

Pero el castigo no fue algo inútil porque pude aprender algunas cosas acerca de esa actividad tan simple que acompaña desde siempre al ser humano. Lo primero fue descubrir que las escobas se fabrican para gente pequeña: deberían ser unos 20 cm. más largas y a juzgar por las quejas de toda persona mayor sobre los efectos del barrer en la cintura, no sólo tiene que ver con la altura mía –en ese tiempo no era tanta– sino con la de todo el mundo. Lo segundo fue que había que aprender a barrer, porque hasta ese momento yo pensaba que no había nada que aprender de la acción de barrer, sino que era algo que salía solo. Y estaba radicalmente equivocado: hay en efecto un aprendizaje. Y lo peor es que en ese tiempo de mi castigo en el patio no hubo nadie que me dijera: muéstreme como lo hace y yo le indico sus errores. Eso nunca sucedió. Y me quedé, lamento aceptarlo, sin saber barrer. Siempre me lo dice cualquier mujer que me vea hacerlo, porque a los hombres aparentemente el tema les tiene sin cuidado. –o usted– no sabes barrer. Y yo acepto el juicio, lo hago mal, me canso excesivamente, se me queda el sucio atrás…y muchas cosas más. Debo aceptarlo: no barrer. Y ya no estoy en edad de aprender, aunque lo intento cada vez que puedo.

Pero había otras cosas más interesantes en mis barridas del patio. No es que yo me pusiera a pensar profundo, sino que dejaba correr la imaginación al compás de la barrida mientras no hubiera que recoger algo grande o alguna cosa que me diera grima. Y al hacerlo estaba hasta cierto punto pensando, se me iba yendo el tiempo en alguna cosa muy lejana, muy distinta de ese feo patio. La imaginación me llevaba consigo y me ayudaba a pasar el tiempo hasta que recogía el último papel. Y a casa rápido para hacer los deberes y sentarme en el mecedor a leer El Nacional.

**********

Otra medida que debe haberse tomado para domesticarme un poco fue la de ponerme a recibir clases privadas; y lo digo porque mi rendimiento no ofrecía ningún problema como lo demuestran las notas de Sexto Grado que estaban entre los papeles que heredé de Cecilia. Y la verdad es que acepté recibirlas de buen grado.

Me las daba un profesor semi-retirado cuyo trabajo era precisamente dar clases privadas. Me causa gracia hoy que una de las materias  que me impartía el profesor  era Educación Cívica, de mínima complicación, por lo cual insisto en que estas clases eran más bien parte de un plan para domesticarme.

Debía tomar mi bicicleta después de cenar, me parece que dos veces por semana, y a eso de las siete y media, oscuro, tocaba la puerta de la casa del Profesor García para que me hablara de los derechos ciudadanos y demás temas durante tres cuartos de hora. Era en realidad algo claramente absurdo, pero lo acepté sin resquemores. La rutina consistía en dejar mi bicicleta en el zaguán de la casa, tomar cuaderno y lápiz y junto a la mesa del comedor de la familia tener la paciencia de oír a este bondadoso profesor retirado que olía a alcohol –una cervecita con la cena podía ser– y tenía los ojos siempre irritados.

Ignoro hoy durante cuanto tiempo recibí esas clases, pero si sé que el Sexto Grado lo pasé sin ningún problema.

Y a las dos formas de castigo les encontré el lado útil, otro rasgo indiscutible de la infancia: a todo se le puede encontrar algo bueno que ayuda a pasar el rato y si acaso algo más. Si no fuese así no recordaría tan claramente mis tardes de barrendero o mis tempranas noches casa del profesor García.

**********

Fue en el Colegio Valles de Aragua donde tuve mi primera experiencia política. Política en un sentido figurado porque aparte de que eran los años iniciales de la Dictadura de Pérez Jiménez (1950 y 52)  a nuestra edad era un tema que veíamos de lejos. Pero lo fue en cuanto a que se trataba de sumar partidarios para llevar a alguien a un cargo, que era simplemente el de la Reina de Carnaval del Colegio Valles de Aragua 1951. Y ese alguien era –fue mi idea– nuestra hermana Carlota. Me respaldó uno de mis compañeros de Segundo Año, Gabriel Montero, quien era el más amigo, pero se sumó Rafael Terán, de Primer Año, y otros más que no recuerdo, sabiendo que iba a ser difícil vencer a la otra candidata, Teresita Echegaray, muy atractiva y además muy mujer –unos tres años mayor que Carlota– quien era admirada por todos los estudiantes varones grandecitos. Como yo era el más empeñado en la candidatura me convertí en el Jefe de Campaña contando con el apoyo decidido de mi hermano Edgardo, de Sexto Grado, quien ayudó activamente durante la semana que duró la campaña y contribuyó a llevar adelante la estrategia que seguimos. Que fue la siguiente:  como tenían derecho a voto todos los cursos por igual comenzando con el Primer Grado, decidimos no insistir demasiado con los estudiantes de Secundaria, muy pendientes de Teresita, y más bien ganarnos a los de primaria, porque especialmente los de los primeros grados se encantaban con la gracia de Carlota sin necesariamente ocuparse de sus atributos femeninos que eran en realidad –noblesse oblige– menos impactantes que los de Teresita, a quien, dicho sea de paso, también yo admiraba. Y allí íbamos, a los primeros grados, con caramelos, papelillo y el encanto sencillo de Carlota a ganarnos a estos niñitos a quienes visitábamos en sus salones abriendo yo los fuegos con un discurso hablando del maravilloso carnaval que pasaríamos con la representación de tan hermosa reina. Edgardo y los amigos que nos apoyaban animaban el ambiente con papelillo y serpentinas (me imagino que papá era el financista), y tomaba después Carlota la palabra para preguntarles sus nombres, regalarles caramelos y darles a entender que la nave del carnaval del Colegio llegaría a puerto seguro bajo su mando. Formábamos en resumen una pequeña fiesta con apoyo entusiasta de las maestras que simpatizaban naturalmente con Carlota, al terminar la cual el curso casi completo quedaba comprometido a votar por ella. Creo que además hicimos una pancarta y algunos afiches en cartulinas que pegamos por todo el colegio. Y cuando llegó el día de las votaciones nos ocupamos de que los niños no dejaran de votar, sabiendo que en los cursos superiores teníamos también un buen apoyo entre nuestros compañeros y amigos. Y ganamos con facilidad, éxito que constituyó para nosotros los activistas una especie de victoria ejemplar que ahora al recordarla me ilustra acerca de la importancia que tienen estas cosas colectivas en los años juveniles.

Y llegó el día de la coronación. Trabajamos en la preparación del sitio del trono. Un tarantín de techo de zinc en el centro del patio. Pero era un lugar del trono tan significativo para nosotros como el de cualquier Reina. Papá le pidió a su amigo el poeta Miguel Ángel Alvarez que le redactara el discurso; Carlota debía pronunciarlo en un solemne acto en el cual estuvo todo el cortejo, yo incluido, los hombres con trajes y pajarita como si fuéramos de smoking. De lo que Carlota leyó, suficientemente cursi como corresponde y copiado en una especie de pergamino, recuerdo las dos primeras palabras: Honor y Prez… Yo no sabía lo que significaba prez y así la define la RAE: Honor, estima o consideración que se gana por una acción gloriosa. Fue gloriosa nuestra acción: Carlota se hizo Reina.

Coronación de la Reina de Carnaval del Colegio Valles de Aragua 1951 Carlota Eizabeth Tenreiro Degwitz.  La segunda sentada del lado derecho de Carlota es Natacha Padrón, hija del poeta Augusto Padrón. Detrás de ella mi amigo Rafael Terán.

Detalle de la foto:  detrás de la Reina yo, a mi izquierda de pie Gabriel Montero. A mi izquierda, sentada, Teresita Echegaray y a su lado Olga Viana. No alcanzo a recordar los demás nombres

 

[1]Me interesaba tanto en las incidencias de la Guerra de Corea que me hice un álbum con recortes de periódicos sobre los distintos  movimientos de los ejércitos, los aviones que utilizaban, las ofensivas y retrocesos…

[2]La creó un caricaturista americano llamado Chic Young. https://en.wikipedia.org/wiki/Chic_Young Su nombre en inglés era Blondie. Era aguda en cuanto a su modo de expresar las típicas situaciones de las parejas y familias de clase media

[3]Esta tira cómica, creada por el canadiense HalFoster https://es.wikipedia.org/wiki/Harold_Foster estaba dibujada con mucha maestría, hasta hacer de cada cuadro una imagen que recreaba viejos tiempos y paisajes. No gustaba a quienes buscaban sólo diversión pero para nosotros los hermanos era una especie de culto que sentíamos nos distinguía de algún modo. Todavía circula. Hay incluso videojuegos que siguen su temática.

[4]Selecciones de Reader’s Digest existe todavía https://es.wikipedia.org/wiki/Selecciones_del_Reader%27s_Digesty entiendo que circula en el mundo Latinoamericano. Tenía y tiene todavía una sección de libros condensados, libros a los cuales se les eliminan capítulos o secciones para reducirles la extensión, tal vez incluso –no he podido averiguarlo– en algunos casos diciendo las mismas cosas con menos palabras. Obviamente es una operación que atenta contra la unidad de la obra literaria, por lo cual los títulos que incluían eran sobre todo biografías, memorias, libros de viajes o de aventuras. En Internet pude obtener una lista de títulos disponible hasta 2015: http://revista-selecciones.blogspot.com/2015/01/indice-de-libros-condensados.html

[5]Alexis Carrel adquirió gran notoriedad en su país (Lyon-Francia) como científico importante https://es.wikipedia.org/wiki/Alexis_Carrel. Fue Premio Nobel de Fisiología-Medicina en 1912. Su libro acerca de su viaje a Lourdes y consiguiente conversión se hizo conocido en el mundo, en él se identifica a sí mismo con el apellido Lerrac (Carrel al revés).

VER LA VIDA (36)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Las festividades del amanecer venezolano motivadas por las Misas de Aguinaldo ,esa celebración típicamente nuestra hoy un poco olvidada, tenían que aparecer en nuestra vida infantil y junto con ellas los patines y la patinada. Fue en un Diciembre de 1951.

Esas misas venezolanas se celebran anualmente en la madrugada (entre las cinco y las seis) desde el 16 de Diciembre hasta el día de Navidad. Las convirtió en tradición local el rasgo particular de acompañarlas musicalmente con los villancicos, versión criolla que llamamos aguinaldos[1], y fueron autorizadas desde tiempos coloniales por las jerarquías eclesiásticas hasta convertirse en parte de nuestra pequeña historia. Historia a la cual se le fue agregando, en acuerdo con nuestra constante búsqueda de la diversión libre, y supongo que desde comienzos del siglo veinte, la realización de patinadas festivas que poco atienden a la misa. Esta queda sobre todo para las beatas–señoras mayores asiduas visitantes de la iglesia– y los más religiosos.

Se patina en grupos por las calles aledañas a la iglesia, donde reinan los fuegos artificiales. Entremezclados en el gentío los adultos lanzan cohetes–más peligrosos– que suben alto, y los más jóvenes, así lo hacíamos, siguen a las niñas que entran o salen de misa, lanzando triquitraquis, buscapiés comerciales y caseros, saltapericos, nombres locales que aluden al tipo de artificio. Para los más niños quedan los triquitraquis pequeños y unas cebollitas de las que se tiran y explotan, mis preferidas incluso hoy porque las encuentro divertidas. Todo en un ambiente de celebración que se supone supervisado por alguna autoridad o por los mayores, sin que en realidad lo estuvieran, como siempre ocurre en este mundo nuestro.

La parte difícil es levantarse a las cuatro de la madrugada, y así fue ese año. El día anterior a la primera misa, aparte de hacer acopio de triquitraquis comprados en la calle con dinero paterno, nos habíamos dedicado a preparar nuestros buscapiés artesanales, muy efectivos y de simple fabricación. Consistían en llenar de pólvora pitillos de los de tomar refrescos (llamados pajita o caña en España, en esa época de papel encerado), previamente entorchados en una de sus puntas para luego una vez llenos entorcharlos de nuevo. El entorchado servía de mecha y al prenderla e iniciarse la combustión de la pólvora salía como un pequeño cohete: era todo un evento pirotécnico. Y lo más curioso era que la pólvora la podía comprar un niño como yo en una pulpería que quedaba no me acuerdo donde, a la cual llegaba en mi bicicleta y decía deme un kilo de pólvora y allí mismo te daban, sin misterio alguno, una bolsita llena con un kilo que sacaban de un tonel que tenían en la parte de atrás. Creo por cierto que yo compré ese Diciembre por lo menos tres kilos que no me costaron gran cosa, tal vez seis bolívares, no más. Y estuvimos toda la tarde llenando pitillos, Pedro Pablo, Edgardo, algún amigo que no recuerdo y yo, empleando dos kilos y quedándome uno que utilicé después de un modo bastante peculiar que describiré.

**********

Las Misas de Aguinaldo de ese año fueron muy divertidas. Lo de los pitillos de pólvora resultó una maravilla a pesar del riesgo de las quemaduras, que confieso nos preocupaba poco. Y lo de la patinada también, con el problema de que patinar en asfalto rugoso es un poco incómodo, sobre todo con esos patines antiguos que se adaptaban al zapato –y los destrozaban– pero trasmitían la vibración a todo el cuerpo[2]. Así que había que buscar mejor las calles más lisas, porque el asfalto no estaba en toda la ciudad como está ahora, muchas calles eran de concreto. Y por supuesto, el objetivo preferido del arsenal de fuegos artificiales era el griterío sobre todo femenino, los aspavientos que se hacían estridentes si un velo de los que debían llevar las damas en el templo y continuaban llevándolo a la salida, cogía fuego a causa de un triquitraqui, como he contado que pasaba a propósito de la Semana Santa de Valencia. Se armaba entonces el correspondiente revuelo que terminaba llegando como chisme al Padre Cabrera quien pedía a las autoridades que prohibieran esto o aquello. Y lo prohibían, pero nadie le hacía caso a la prohibición y los policías a esas horas descansaban.

Y cuento lo de la pólvora. Me había quedado en efecto pólvora sin usar en los pitillos. Así que pensando lo que podía hacer con ella me vinieron a la mente las imágenes de las películas de piratas o de batallas en las cuales un reguero de pólvora actuaba de mecha para hacer explotar el polvorín del enemigo ¿Por qué no ver cómo se prendía un reguero parecido? Era una buena idea, pero había que encontrar donde hacer el reguero. No podía ser en los patios de la casa porque se manchaba el piso, y como en cualquier patio donde lo intentara se iba a manchar el piso, decidí entonces hacer el reguero en el cuartico de cachivaches que quedaba frente a la cocina de la casa pegado de la medianera, el cual tenía una claraboya para iluminación, sin ventilación. Y puse manos a la obra una tarde cualquiera recién llegado del colegio, mamá no estaba en casa y los demás hermanos no estaban cerca. Dado que el cuarto era muy pequeño hice el reguero yendo y viniendo como si fuera una letra eme y como me sobraba pólvora puse más en todo el reguero, lo cual probó ser un gran error. Ya sólo quedaba prenderlo como en las películas. Se me hizo difícil pero finalmente lo logré levantándose unas llamaradas que casi llegaron al techo, me rozaron la cara chamuscándome parcialmente las pestañas y moviéndose rapidísimamente a lo largo de la eme consumieron toda la pólvora. ¡Vaya espectáculo! Quedé unos segundos sin habla, realmente paralizado, y el cuarto se llenó completamente de un humo tan espeso que tardó en salir por la puerta –que debí abrir de par en par– por lo menos media hora. ¡Dios bendito! ¿Ahora qué iba a decir ante la evidencia del piso manchado (menos mal que era de cemento) y el humero? No pude hacer otra cosa que tratar, ayudando con un periódico, a que el humo saliera por la puerta y esperar el regaño después de intentar borrar la mancha con escoba y coleto. Duró meses allí, rebelde, para dejar un recuerdo imperecedero de mi experimento: la pólvora regada en el suelo servía de mecha para volar un polvorín: Hollywood no mentía. ¡Ah! una cosa más: mamá no se dio cuenta, llegó ya escapado el humo, nadie me acusó y cuando notó la marca en el piso yo había logrado atenuarla.

**********

Tuve un compañero de curso en el San Pedro Alejandrino que he olvidado mencionar y fue sin embargo vehículo de imágenes muy vivas de mi memoria. Se llamaba Oscar Ganteaume, un par de años, tal vez tres, mayor que yo. Su familia era dueña de una muy antigua hacienda al Este de Maracay, un poco más allá de Turmero, llamada Paya, muy extensa, originalmente dedicada al cultivo de la caña, pero en lo que yo pude ver, más bien orientada al café. Tenía que yo recuerde dos hermanos, pero creo que eran más: Harry, el mayor y Alfredo, de mi edad o aún menor. Congeniábamos bastante bien, pero debo decir con franqueza que lo que más me interesaba de su amistad era la posibilidad de que me invitara a pasar el día allá en su hacienda, un lugar que recuerdo con especial agrado y hasta nostalgia, tan especial era. Y mi entusiasmo durante las visitas era tal que precisamente por ser más niño es muy probable que resultara un poco pesado para mi tocayo, más bien un tipo circunspecto.

La primera vez que me invitó a almorzar pasaron dos o tres cosas que me dejaron impactado. La primera era la casa, con amplios corredores y esa austeridad de la arquitectura de haciendas venezolana –y latinoamericana– que le da una personalidad tan especial a los amplios corredores sombreados, las altas puertas dobles de madera para entrar a las distintas estancias, los materiales naturales, el patio central, en fin todos aquellos elementos de nuestra imaginería arquitectónica que iban después a grabárseme en el alma. La otra es que él tenía una autonomía de movimiento en el extenso territorio de la hacienda, que se me antojaba privilegiada. Se movía por todas las dependencias externas (patio de secado del café, depósitos del grano, maquinaria de ensacar, sitios de trabajo) con una soltura que recalcaba el drástico contraste con nuestro estilo de vida más citadino y modesto; y lo hacía además en un viejo jeep [3]manejado por él mismo –yo de copiloto– el cual había que prenderlo dándole vuelta al orificio de la llave con un destornillador que estaba debajo del asiento. Se había partido dentro del cilindro la llave original y por eso tal procedimiento, pero desde mi visión infantil pensé (no pregunté por no parecer desinformado) que a falta de llave bastaba un destornillador, lo cual me llevó a intentarlo, fracasando por supuesto, con un vehículo de los que vendía papá. Eso del destornillador fue la tercera cosa que me impresionó de la visita a la hacienda.

En lo sucesivo, los sábados en la mañana –en esos tiempos había clases los sábados– hacía todo lo posible para que Oscar me invitara a su casa-hacienda, pero la verdad es que él se resistía un poco, tal vez porque yo era demasiado niño para él, así que logré sólo un par de invitaciones más. Pero fue una visita posterior, con mamá tal vez para algún cumpleaños, la que realmente me hizo pensar que esa hacienda era un sitio único. Fue una tarde, y mientras mamá se quedaba con las demás señoras, nosotros y los amigos que concurrieron dimos vueltas libremente por todas las viejas construcciones de la hacienda hasta descubrir un espacio grande donde había montañas de café ya seco por las cuales nos deslizábamos como que si fueran un tobogán. Fue una tarde única que confirmó mi devoción por ese lugar. Nunca la pude satisfacer porque no volvimos más. Y hace unos años, al regresar al sitio original cerca de Turmero en las afueras del Maracay actual, la decepción por el cambio tan drástico y empobrecedor fue tan grande, que una vez más lamenté la insensibilidad de los venezolanos frente al patrimonio construido del pasado.

Una vieja foto del patio de secado del café de la Hacienda Paya que obtuve de Internet. Bajo el techo alto del edificio del fondo estaban las montañas de café seco. La casa de la Hacienda estaba en otra parte, colindando con la carretera a Maracay.

**********

Uno de los Ganteaume, Alfredo, sufrió un accidente que quiero relatar aquí porque es una muestra de las peculiaridades de este lugar del mundo.

Tiene que ver con la llamada Revolución de Octubre de 1945, esa caricaturesca y perversa versión venezolana del Octubre ruso, en la cual fue derrocado el gobierno democrático de Isaías Medina Angarita a manos de un alzamiento civil-militar. Golpe de Estado que se realizó un 18 de Octubre, día, o más bien noche, de la cual me quedó una impresión muy particular. Porque ya he dicho antes que nosotros vivíamos a un par de cuadras de la sede administrativa de la Gobernación en esa época y que a través de los patios internos de esas manzanas se trasmitían los rumores de cada casa. Rumores que esa noche no eran rumores sino el ruido intimidante acompañado de miedo, de disparos de todos los calibres que nos llegaban desde la Gobernación y que durante al menos una hora no nos dejaron dormir a pesar del deseo de mamá de tranquilizarnos con buenas palabras. Así que en vez de ladridos o de quejas de un moribundo, como he relatado, nos llegaron esa noche los ecos de una pequeña guerra sobre la cual papá comentaba a mamá la noche siguiente junto al radio –lo oí porque estaba cerca– que habían asesinado a Anibal Paradisi, su amigo, el Presidente del Estado Aragua (como se llamaba su cargo en esos tiempos) a la entrada del edificio. Ambas cosas, el rumor de la batalla y su consecuencia, una muestra de lo que hemos sido en este país difícil.

Aníbal Paradisi Marrero (foto de Internet) Presidente del Estado Aragua asesinado en ejercicio el 18 de Octubre de 1945. Aquí de levita para alguna ocasión solemne.

Y de las andanzas militares de esa noche quedaron diversas huellas en la ciudad al alcance de la curiosidad de los niños. huellas que estuvieron aparentes primero y luego escondidas por varios años. Yo tuve en mis manos cartuchos de balas que alguien, tal vez yo mismo, había recogido de las calles. Y ocurrió que Alfredo Ganteaume encontró no un cartucho sino una bala de fusil entera en algún sitio poco accesible o a la vista durante al menos cuatro años, empezó a jurungarla y según una versión que corrió entre nosotros utilizó un compás escolar…haciendo que la bala explotara arrancándole tres dedos. Fue una noticia que nos impresionó mucho. Y allá fuimos, al Hospital Central que también quedaba cerca, en uno de los lados de la Plaza Bolívar, a visitar a Alfredo, a quien recuerdo acostado y adolorido, semidormido con el brazo vendado –no sé si el derecho o el izquierdo– y en los brazos los tatuajes de la pólvora. Se recuperó bastante rápidamente y no creo haberlo visto en el tiempo que siguió, tampoco a Oscar. De ellos sólo supe después que se hicieron empresarios importantes. Y si leyeran esto aprovecho para saludarlos con afecto que no se ha borrado. Y Oscar, si vive, me debe una invitación, y si no, ya nos veremos en otra hacienda.

[1]El aguinaldo criollo es un tipo de villancico muy ruidoso y festivo que se canta acompañado de instrumentos venezolanos: cuatro, tambora, furruco (de percusión, para el ritmo) y maracas. Incluyo un link que permite oír uno de los aguinaldos clásicos, si la antipática norma de Youtube de hacer propaganda –que a veces es de nuestra Dictadura– permite llegar sin problemas:  https://www.youtube.com/watch?v=wvlUYKV6Q4M

[2]Eran marca Winchester y tenían unos ganchos ajustables para adaptarlos al zapato (que no era blando como los de ahora). También había botas con patines, pero eso era material demasiado refinado para nuestros tiempos maracayeros.

[3]El jeep, una de los aportes industriales de los Estados Unidos debidos a la Segunda Guerra, era el clásico vehículo de trabajo de esos años. Ya me referiré en próxima entrada cómo apareció en mi mundo de entonces.

VER LA VIDA (37)

$
0
0

Oscar Tenreiro

El cuatro, instrumento de cuerdas que por los primeros años cincuenta del siglo veinte se hizo muy popular entre los adolescentes venezolanos, llegó al ambiente en el que nos movíamos, y de allí a nosotros para quedarse en mi caso hasta después de tener mi primer hijo. Fuimos parte de una verdadera fiebre nacional. Podían recibirse clases o aprender a tocarlo usando unos cuadernos que llevaban el pomposo nombre de Método (para aprender a tocar el cuatro), se compraban en las librerías y contenían los asuntos básicos para iniciarse en el instrumento, lo cual, combinado con el oído musical de cada quien y lo que podían ayudar los consejos de algún amigo que lo tocara bien, era más que suficiente para andar por allí cantando y acompañándose con el instrumento. Porque el cuatro es, básicamente, un instrumento de acompañamiento, si bien quienes lo dominan lo han convertido en instrumento de concierto cuya versatilidad ha evolucionado considerablemente https://www.youtube.com/watch?v=FX1ve-PZIJ8.

Corría 1951 cuando nos llegó –antes del cuatro– la fiebre de la armónica, que en Venezuela se llamaba, y aún se sigue llamando, sinfonía de boca o simplemente sinfonía.En una de las temporadas vacacionales en Ocumare apareció un amigo con una y al poco tiempo ya yo tenía mi Hohner, alemana, Pedro Pablo y Edgardo también y poco tiempo después pude tocar de oído –porque nadie nos enseñó– algunas típicas melodías venezolanas o algún bolero como Solamente una Vez de Agustín Lara que mamá cantaba https://www.youtube.com/watch?v=WbfWHFjlLP0. Pero cuando apareció el cuatro, también en Ocumare al año siguiente, dejamos de lado las sinfonías y por mi parte me dediqué a tratar de dominar el nuevo instrumento hasta lograrlo razonablemente bien. Siempre dentro de una medianía que me caracterizaba como un aficionado de poco alcance que sin embargo iba a todas partes con su cuatro y aprovechaba cualquier oportunidad para rasgar las cuerdas y cantar un poco (he dicho que papá no cantaba mal). Piezas más bien elementales pero suficientes para animar un poco el ambiente.

**********

Decía que a los adolescentes de la clase media venezolana se les hizo casi imprescindible en los primeros años cincuenta aprender a tocar cuatro. Hasta Pedro Gluecksman hijo de judíos austríacos, buen amigo de quien he hablado varias veces, se compró uno y lo chapurreaba cuando íbamos los sábados, ya mayorcitos, a pasear  al malecón de Macuto, a la orilla del mar, trasladándonos en un Vauxhall –él era mayor que yo y manejaba– que pertenecía a su madre, amable señora conocida en su familia como Fritzi. Y nos sentábamos a rasgar cuerdas frente al Hotel Alemania, regentado por la mamá de Max Pedemonte quien no tocaba cuatro pero era nuestro amigo, a veces sumándose algún paseante que servía de maraquero, porque hasta maracas llevábamos, aún sin saberlas tocar. Era Venezuela expresándose dentro de una clase media formada por aportes de tierras lejanas y sin embargo, pese a todo lo que pueda decirse, sensible a las tradiciones arraigadas en nuestro espacio geográfico y cultural. Gente que compartía nuestra geografía del alma.

Aprendió también Carlota a tocar cuatro, un poco Edgardo, algo Pedro Pablo y nada Jesús. Y ya viviendo en Caracas, tanto se había instalado la música venezolana en el gusto general, que oíamos con frecuencia a Los Torrealberos [1]con Mario Suárez canturreando en la rama de un samán los gallos buscan el día, mientras Jesús al desocuparse el tocadiscos elevaba su espíritu con la Muerte de Amor de Tristán e Isolda la ópera de Wagner o cualquier otra pieza de alto nivel. Contraste de preferencias en lo cual es tan rica Venezuela.

No tocaba yo tan mal el cuatro, pero tampoco tan bien. Me servía para cantar cuando nos reuníamos con amigos. Cultivé la afición hasta grande, para lo cual basta decir que viajé con el cuatro hasta Chile cuando me casé allá y luego lo cargué conmigo a Francia donde lo tocaba en reuniones de amigos. Como por ejemplo cuando estuvimos compartiendo una noche con Arístides Calvani[2], él de visita en París, a quien conocíamos del mundo socialcristiano, ya encumbrado en la política nacional, quien se lució esa noche ante nosotros como buen tocador de cuatro. Y fue de regreso a Venezuela en 1962, o sea a los 23-24 años cuando me rendí a la evidencia de que no valía la pena seguir garrapateándolo.

**********

Ya me había pasado algo análogo a lo del cuatro durante nuestro exilio en Valencia. Se apoderó de mí entonces un irresistible deseo de aprender a tocar violín que le participé a mamá apenas se presentó la ocasión. Pudo haber tenido relación con lo que ya he dicho sobre herencias, pero en realidad me cautivaba la forma como se produce el sonido de ese instrumento, hasta que aprender a tocarlo adquirió la fuerza de los caprichos infantiles. El deseo se convirtió en obsesión antes de que apareciese el cuatro como sustituto.

Y sobre este cambio de un instrumento por otro puede darse una razón familiar de bastante peso y no sólo la derrota de una posible vocación. Porque es obvio que poner a un hijo a estudiar violín iba a requerir un profesor que exigiría pagos mensuales, comprar partituras que son en general caras y difíciles de conseguir, aparte de que el instrumento, si es de una mínima calidad, resulta bastante costoso. Mientras que comprar un cuatro que no tenía que ser hecho en Barquisimeto y sus alrededores –los más caros– y se podía aprender con un simple manual y algo de oído, poco impacto iba a tener sobre el presupuesto familiar. ¿No es esto suficiente razón en una familia numerosa? Después de todo, como ha quedado comprobado, yo no iba a ser ni de lejos un virtuoso. Carezco por completo de oído musical fino, destreza manual y la disciplina que un buen ejecutante de violín requiere, de ello no tengo hoy dudas.

La obsesión por el violín originó por otra parte una anécdota muy particular. La respuesta inicial de mamá cuando le hablé de mi deseo fue que, como no teníamos el dinero necesario, había que lograr que el tío Hermann de Caracas nos regalara el violín que había sido de su hijo mayor, el primer nieto de los abuelos Degwitz, a quien le decían Guillermito (Guillermo Degwitz Celis, médico graduado en 1946), quien había recibido clases del instrumento. Cuando vayamos a Caracas se lo pedimos me dijo Cecilia. ¿Y cuando vamos? pregunté. Me dio una fecha que apunté cuidadosamente en una especie de agenda personal que llevaba yo en Valencia usando una libreta pautada de la fábrica de Sombreros Degwitz. Allí escribí un recordatorio en clave para que nadie supiera de mi ansiedad: ese día debía recordarle a mamá su promesa. Y el epílogo de esta historia está en que nunca se pidió el violín, tal vez porque tío Hermann no era particularmente generoso y su talante serio pudo intimidar a mamá; tal vez porque mi obsesión era un poquitín absurda; sea por lo que sea, nunca pude ni siquiera ponerle las manos al violín de Guillermito. Trasladé el recordatorio en clave a distintas páginas de la libreta con las fechas de visitas previstas a Caracas y la petición nunca se hizo: es el destino de gran parte de los deseos infantiles.

**********

No sólo el cuatro ocupó nuestra atención por esos años sino un deporte marino que se empezaba a hacer muy popular en el mundo y que llegó a Venezuela con fuerza a mediados de la década de los cincuenta: la pesca submarina y en general el interés por el mundo submarino. A mí me llegó de modo particularmente fuerte a través de mis nuevos amigos caraqueños: Max Pedemonte, quien nombré antes y había conocido en el autobús Chacaíto-Carmelitas que nos llevaba al Colegio La Salle de Tienda Honda, y a los Gluecksman, Juan y Pedro, pero especialmente Pedro. Ellos ya habían empezado a practicar la pesca submarina porque papá Gluecksman tenía una pequeña lancha Chris-Craft de madera, un bote con motor fuera de borda­, con el cual se movían con soltura sobre todo en Turiamo donde iban con frecuencia porque la tía de Pedemonte regentaba un modesto hotel destinado a los técnicos que trabajaban en las obras de la Base Naval en construcción.

Algo tan simple como la máscara para ver bajo el agua era una novedad, al igual que el tubo de respirar osnorkel [3] y las aletas para los pies o chapaletas [4], e incluso el fusil de resorte –especialidad italiana– que disparaba un arpón, instrumentos que empezaban a popularizarse por todo el mundo. Jesús ya había usado la máscara y comentaba sobre los contornos y colores del paisaje submarino excitando la curiosidad de todos los hermanos. Lo cierto es que me veo a mí mismo un día cualquiera cerca del muelle de Turiamo, recién puesta una máscara prestada, caminando torpemente con las chapaletas puestas entre las piedras coralinas para adentrarme en el mar, esa primera vez sin usar snorkel y haciendo uso de toda la prudencia que se le pide a un primerizo. Llego a una profundidad que me permite flotar cómodamente y aprecio el fondo a través del agua transparente típica en ese lugar. Se despliega ante mí el nuevo panorama natural: piedras y erizos entremezclados, arena blanca o más bien blancuzca como fondo de la escena –veo desde arriba sin sumergirme– en la que pequeños peces de múltiples colores, se mueven entre grieta y grieta. La sensación de vida activa me asombra. Pero hay una diferencia: lo que veo es sólo antesala, más allá, a medida que se hace más profundo hay cosas menos amables, que ya no parecen tan familiares: las piedras coralinas –los llamados cerebros– mucho más grandes e intimidantes, antesala de la arena del fondo que desciende y se pierde en un azul profundo contra el cual se recortaban los pilotes del muelle, terra ignota para mis ojos de principiante. Ya era suficiente, debía regresar, un leve temor de cosas que podían ser difíciles me obligó, y de nuevo caminar entre las piedras para salirme porque además estaba solo, los amigos se habían ido a otra parte.

**********

A partir de esa primera experiencia, conocer el mundo submarino se convirtió para mí en una obsesión. La motivación inicial, muy propia de la adolescencia, tuvo que ver con lo deportivo: la pesca con fusil y arpón era un ejercicio de destrezas cuya práctica me enganchó. Y no tardaría en sumarse el interés por la observación usando lo que en español tiene el aparatoso nombre de escafandra autónoma y en inglés se conoce como scuba diving, el uso de botellas de aire comprimido. Unos cuatro años después de aquella mañana en Turiamo me fui junto con Pedro Gluecksman hasta Sears, la cadena de tiendas americana que tenía una sede en Caracas, a comprarme, con mis ahorros de dibujante de arquitectura en la oficina de José Antonio Ruiz Madriz, un par de botellas con su correspondiente válvula, que habrían de durarme unos cuantos años y fueron el primer paso hacia muchos episodios que podrían merecer el nombre de aventuras. Porque me dediqué a conocer el mundo submarino a mi alcance, lo que equivale a decir el venezolano. Y pasé por una etapa en la adolescencia y la adultez temprana en la cual el mar y particularmente su misterio y sus criaturas lo fueron todo para mí, mucho más que cualquier otra cosa, incluyendo la carrera que había escogido. Porque la Arquitectura se me mostró inicialmente como una posibilidad, como un reto podría decir, que se fue delineando y hasta cierto punto poseyéndome, lentamente, hasta hacerse objetivo principal de mis aspiraciones; pero en esos primeros años este deambular por el espacio marino venezolano, por arrecifes, por islas, pedazos de mar limitados por riberas amables o agrestes, se hizo pulsión permanente que orientaba muchas de mis decisiones. Descifrar el mundo submarino se hizo parte de mi modo de ver la vida. Nada se impuso por sobre mi culto hacia el mundo silencioso, como lo denominó con acierto el francés Jacques Ives Cousteau. Y ya maduro, en mi cuarta y quinta décadas de vida, tomé decisiones arriesgadas, poco razonables para una mentalidad conservadora, dictadas por mi amor al mar. Decisiones que sin embargo me proporcionaron algunos de los más estimulantes momentos de encuentro con el medio natural, durante los cuales se produjeron convivencias, con los amigos y más adelante con mi familia cercana, que veo hoy con la más profunda gratitud.

Después de aquellos momentos de revelación en Turiamo, en las pocas temporadas de Ocumare que nos quedaron hasta que la casa salió de las manos nuestras, la observación submarina ya convertida en pesca submarina se hizo parte de nuestras actividades siendo La Ciénaga el lugar más a la mano para practicarla como principiantes. Allí vimos por primera vez un tiburón –de los llamados gata, inofensivo– un grupo de mantas-rayas volando literalmente en el canal central de la bahía, los inevitables peces-loro que se constituyeron en nuestra presa más fácil y las langostas que cazábamos como manjar.

Y la sorpresa fue que, en nuestros inicios como pescadores quien más puntería tenía y por consiguiente más contribuyó a algunos de los almuerzos preparados por Gregorita, fue Pedro Pablo, el menos deportivo pero el más preciso de los hermanos.

 

Esta foto de mi hermano Edgardo y yo (1956) es de los tiempos en que ya la pesca, e incluso la fotografía submarina (en primer plano a la izquierda una caja submarina para Rolleiflex propiedad de Pedro Gluecksman, quien tomó la foto) y un espíritu de grupo (las camisetas) eran asunto principal para nosotros.

Max Pedemonte se lanza a pescar

Esta foto, que me muestra con una picúa (barracuda) recién pescada, tiene fecha precisa: 6 de Abril de 1955.

Esta foto (1956) es tomada en los terrenos del hotel de Turiamo regentado por la familia de Max Pedemonte. Muestro un sábalo (izq.) y un carite.

 [1]Los Torrealberos era un grupo musical que hizo de la música folclórica venezolana con arpa, cuatro y maraca su especialidad. Lo dirigía Juan Vicente Torrealba y el cantante era Mario Suárez quien después actuó por su cuenta. En los años cincuenta fueron inmensamente populares entre la clase media venezolana. Muchas piezas de su autoría son aún conocidas entre nosotros. https://www.youtube.com/watch?v=Zt5KUrCip0E

[2]Arístides Calvani https://es.wikipedia.org/wiki/Arístides_Calvani, importante personaje de la Democracia Cristiana venezolana, en esos tiempos parte de la coalición del gobierno democrático de Venezuela, era hombre de pensamiento, y seguramente por eso mismo gustaba de comunicarse con la gente joven. Nuestras amigas Alicia Rodríguez Aguerrevere y Ana Díaz Rodríguez (Ana unos años después se casaría con mi hermano Jesús) lo conocían más que yo, y sabiendo que estaba de paso por París, lo invitaron una noche a conversar. Yo acudí con Delia Picón, mi esposa entonces, y mi hijo mayor Óscar en su cuna portátil. Por supuesto llevé el cuatro, pero casi no toqué porque Calvani se apoderó de él y se convirtió en el centro musical de la reunión, aparte de que por su condición de persona pública no me atreví a pedírselo para lucirme yo.

[3]Tubo para respirar que se adapta a la máscara submarina. Palabra no aceptada por la RAE. Viene del tubo de respiración para el motor diesel en los submarinos alemanes de la Segunda Guerra Mundial.

[4]Así se le dice en Venezuela a las aletas que se ponen en los pies para facilitar la natación y particularmente para el buceo y snorkeling

VER LA VIDA (38)

$
0
0

Oscar Tenreiro

En las temporadas de vacaciones la presencia femenina empezó a ser importante, señal de que la adolescencia se asomaba. Aparte de las amigas de siempre, cada año había nuevas caras que le daban a Ocumare un interés adicional. Entre nosotros y las amistades habituales iba surgiendo algo que es típico de esa etapa de la vida: la idea de grupo, amigos de ambos sexos que se sienten identificados y se relacionan con una dinámica que quiere ser propia. Frecuentábamos los mismos sitios, nos reuníamos en las noches desde temprano en el kiosco de Lourdes o en alguna de las casas quedándonos hasta tarde, planeábamos excursiones –a Maya por ejemplo, la excursión que para mamá fue un suplicio– organizábamos alguna caimanera de playa, o competencias de atletismo en la franja de arena húmeda junto al mar como ocurrió un año al sumarse al grupo un aficionado a este deporte[1]cuyo nombre no recuerdo.  Todo ese movimiento nutría  la pequeña comunidad de amigos que tenía un cierto atractivo para los recién llegados, ahora también gente de Caracas. Las vacaciones se convertían en un ejercicio de sociabilidad, en tiempo de encuentros, con el disfrute de la naturaleza como telón de fondo. Si se nos aplicaba la terminología psicológica, se trataba del despertar de la sexualidad. Quedaba atrás el ensimismamiento de la infancia, y empezábamos a vivir hacia afuera, a tratar de ser parte de un espacio afectivo más amplio. Y las vacaciones de playa se convirtieron en un período ideal para intentar acercarse y conocer a un mundo que comenzaba a brillar: el de la mujer. Mujer que no había dejado de ser niña y que para un casi-niño como yo aún no tenía figura. Para hacer que la tuviera, que se hiciera realidad en un nombre, ayudaba sin duda la convivencia en el grupo porque adquiríamos soltura, dejábamos atrás el juego y podíamos –si sabíamos cómo comportarnos, como atraer su atención– ir a la conversación. Y si había afinidad y simpatía mutua también podía haber enamoramiento. Eso pasó a ser esencial.

**********

En realidad, ya desde hacía un par de años Jesús y Pedro Pablo se movían en un nivel diferente al de los menores, estando Carlota en una posición intermedia por edad y por ser mujer, porque las mujeres siguen sendas diferentes. Jesús sobre todo vivía ya en otro mundo, y gracias a su desenvoltura no le faltaban admiradoras quinceañeras o próximas a serlo que empezaban a pensar en sus fiestas de debut social, a la usanza de entonces. Niñas que lo veían a uno, tan jovencito, como si fuera parte secundaria del paisaje sin expresar interés alguno en acercarse (¿qué interés puede tener para una adolescente un muchachón?) si bien el que yo fuera grande y diera la impresión de ser mayor me hacía pensar que no todo estaba perdido. Lo cual no quiere decir que no quisiéramos ser parte de la escena de los mayores, si bien manteniéndome en la periferia y sabiendo que era allí donde podría aparecer mi Beatriz; así que me asomaba a lo que iba desplegándose con alguna timidez y no poca convicción. Pedro Pablo se independizaba y andaba por su lado, Carlota adoptaba vestimentas de mujer y siguiendo la influencia de las primas que regresaban de estudiar en los Estados Unidos, aprendía a maquillarse.

La oportunidad de encontrar un rostro –eran los rostros lo principal– que atrajese mi atención y se disparara la simpatía mutua, estaba al alcance; el deseo de que germinara el enamoramiento del cual muy poco se conoce aparte del pequeño sufrimiento de la comparsa valenciana, que fue grande sólo por unos días.

Pero en esos grupos heterogéneos con diferencias de edad de tres o cuatro años, los más jóvenes tienen todas las de perder: las niñas que ya se pintaban los labios se interesaban en los mayores, no en un muchachito inseguro como yo. En los paseos avanzaban con ritmo propio: caminaban muy adelante, como apurados, o se quedaban atrás decidiendo cambios en la ruta que no le participaban al pelotón, donde yo me encontraba. Entre ellos estaba Omar González, de la edad de Pedro Pablo, quien tenía estilo de castigador, un modo de moverse, llevar una pajilla en la boca, andar en shores, echar chistes, hablar de una cierta manera, en fin, un tumbaíto [2] –estilo particular– que ponía a todas las niñas a suspirar por él. Bien parecido, estaba muy consciente de su presencia unida a la seguridad de quien ya sabe comportarse frente al sexo opuesto. Su hermana mayor Gladys era linda, de la edad de Jesús o unos meses mayor y en sintonía con él hasta el punto de que tuvieron más adelante un discreto jujú[3] .  Al mismo subgrupo se integraba Pedro Pablo quien cortejaba a Violeta, niña de muy bellos ojos y gran simpatía, una de las muchas hermanas Angarita.  Omaira la mayor y Jesús se acercaban…Y con el mismo apellido sin ser pariente, Cheíto, otro castigador simpático y entrador de buen aspecto y estilo sobrado sumamente efectivo.

Jesús con mucho pelo al lado de Mireya Michelena, con los ojos cerrados y una niña no identificada.

A la derecha Omar González con sus shores, luego  Marlene Michelena, Luis Enrique González (hijo de Josefina, pintora) Mireya Michelena y yo muy peinadito.

**********

 Entre las chicas había unos rostros que me hacían pensar. Me gustaba especialmente María Cristina Barrios, su rostro y su pelo negro de facciones suaves. Una vez me mantuve al lado de ella durante todo un paseo al bufiadero muy atento a posibles traspiés, dándole la mano para ayudarla a subir o sortear algún obstáculo, feliz de tenerla cerca y de ser por unas horas su compañero de paseo. En un momento dado se golpeó un dedo y se quejaba mientras yo decía algunas cosas como qué te pasó o déjame ver; y repentinamente apareció Cheíto, quien iba más adelante, según creí a la distancia apropiada para que no molestara; inmediatamente le tomó la mano y muy fiel a su estilo le dio un beso en el dedo para que se te alivie el dolor: Nunca un gesto me ha llegado tan directo al corazón. Me había imaginado cosas, me parecía que se sonreía conmigo, la ayudaba a subir por el camino pedregoso dándole la mano y a ella parecía gustarle un contacto que yo trataba de prolongar descuidadamente…y de repente ese modo de Cheíto alzarle el brazo y besarle el dedito, derrotó todas mis esperanzas.

Y así por el estilo. Podía pasarse uno toda la temporada de vacaciones anhelando pasear con una niña agarrados de manos; nada había mejor en la imaginación. En la playa se paseaban parejas así, caminandito, que hacían pensar –aún lo pienso– que ir tomados de la mano ante los demás, ante el paisaje, es la expresión máxima de un amor correspondido. Y si ya al final, cercano Septiembre, nada parecido a eso había pasado (y debo confesar que nunca me pasó en Ocumare) se sentía uno derrotado, dejado de lado por las mejores cosas de la vida. Y a eso se debió aquel comentario decidido de un recién llegado, al comienzo de una de las temporadas, a quien acabábamos de conocer y más nunca vi: yo, al comienzo de las vacaciones lo primero que hago es buscar pareja: si no es esta, es aquella; porque se te pasan las vacaciones y tú solo…Un punto de vista demasiado mundano para mi gusto, porque a mí me motivaba un rostro idealizado que nunca tomó forma precisa en aquel escenario de mar.

**********

 El paseo al bufiadero [4]era clásico. Se repetía todos los años y lo hacíamos en grupos grandes como si fuese una romería, llenaba una tarde y el grupo paseante iba cambiando. En el camino uno podía desviarse hacia una de las puntas de la bahía, la del extremo este, trayecto dificultoso pero interesante que permitía observar la fauna marina con mar tranquilo o tratar de pescar cuando íbamos solos alguno de los parguitos parguetes que por allí abundaban y jamás picaron. El bufiadero estaba fuera de la bahía, hacia el este en dirección a Cata. Se llegaba allá caminando desde La Boca (del río), primero por una carretera de acceso restringido que permitía llegar a una playita aislada muy acogedora pero también de uso militar, es decir, ningún uso. Luego se pasaba cerca del arranque del muelle construido en tiempos de Gómez, semidestruido por las marejadas producidas casi todos los años por lejanos huracanes caribeños y de allí se tomaba la vía de La Punta que acabo de mencionar o podía seguirse hacia el bufiadero subiendo el cerro y dejando atrás un pequeño cuartel militar custodia del abandonado muelle. Era un camino escarpado no muy largo que llevaba a una fila desde la cual se bajaba a la plataforma rocosa que se cortaba con el mar para formar un borde marino con las hendiduras entre las láminas rocosas que al paso de los siglos se fueron convirtiendo en cavernas. Al entrar las olas por las hendiduras e inundar la caverna el aire se comprimía y salía con gran estruendo por distintos agujeros en la plataforma y del lado del mar, a veces junto con grandes chorros de agua. Era todo un espectáculo que no creo que haya existido con esas dimensiones en ninguna otra parte de la costa venezolana. La mala noticia es que durante la construcción de la carretera que une a Ocumare con Cata lanzaron material de relleno sobre la explanada y taparon los agujeros acabando con el fenómeno: una típica agresión a la naturaleza a manos de constructores… en democracias y en dictaduras.

Un bufadero de otras tierras. Lo más parecido al nuestro que pude encontrar.

Carlota y nuestra prima Nelly Bermúdez Tenreiro –felices– en un recodo del camino al bufiadero. Abajo los peñeros en La Boca (del río).

**********

Ya en Valencia había aparecido de una manera muy particular y a muy temprana edad, esa otra dimensión de la sexualidad, tan fundamental, la cual a falta en este momento de referencias sobre terminologías psicológicas identificaré como la conciencia de los genitales y todo lo que depende de ellos en términos de sensaciones. Lo que los anglosajones llaman genitalia refiriéndose en general a los genitales masculinos y femeninos. Éramos aún niños cuando uno de los dos mayores, creo que fue Pedro Pablo, descubrió que a una de las muchachas que trabajaba en la casa de Valencia ayudando con la limpieza (estaba yo en cuarto grado: 8 años) le gustaba que la rozaran mientras se agachaba para exprimir el coleto [5], lo cual constituyó una noticia de especial interés para los cuatro hermanos varones, que inmediatamente quisimos comprobar usando cada quien su personal modo de aproximación y deslizamiento, todo lo cual  tuvo resultados muy agradables para todos incluyendo a la muchacha. Duró algún tiempo hasta que cesó por alguna razón que se me escapa, pero continuó activa para mí cuando retornamos a Maracay gracias a la complacencia de una muchacha que trabajaba allá, me parece que se llamaba Azucena, quien me tenía especial simpatía. Colmó ella parcialmente mis juveniles ansiedades eróticas –bastante inocentes por lo demás–durante un buen tiempo hasta nuestra mudanza a Caracas, por lo cual le estaré eternamente agradecido…hasta que en Caracas apareció Julia, ya yo de quince años.  Pero Julia y mi interés por ella lo dejo para más adelante.

Y es que si nos aproximamos a esta etapa de la vida nuestra desde una mirada adulta libre de prejuicios es lógico suponer que las distintas manifestaciones de la sexualidad puramente genital se nos presentarían a todos los hermanos de una manera u otra. Así fue, y sobre ello a veces intercambiábamos puntos de vista o comunicábamos inquietudes a la manera de esos tiempos, es decir siempre a cubierto de los adultos y más como un espacio nuestro que compartíamos, como es usual, con los amigos, dejando de lado de forma natural reservas que a esas edades son menores. No es sin embargo mi intención en estas reconstrucciones de lo vivido traspasar los límites de la intimidad de quienes ya no están, o incluso exponer la mía, convencido como estoy de que como decía mi filósofo preferido nadie tiene  el derecho de penetrar en la intimidad de otro, sino también porque no me impulsan los motivos que por ejemplo en el ambiente periodístico-cultural estadounidense llevan a a hablar de lo íntimo en público sin reservarse nada, tal como si fuera una obligación cívico-moral o algo políticamente correcto. Queda aquí, pues, ese aspecto de mi modo de ver la vida como sugerencia y llamado a la imaginación. Y como soy del mismo barro pensativo del cual habla César Vallejo debo tratar de mantener ciertas reservas sobre las Marías que se van [6]reales o no.

Jesús, Carlota y yo durante un paseo a Maya.

[1]De esas competencias de playa surgió mi interés en el Atletismo. Admiré a Asnoldo Devonish, medalla de bronce del Salto Triple en Helsinki en 1952, surgido del mundo petrolero. También seguí en los años siguientes a atletas como el veterano Brígido Iriarte, y los más jóvenes Rafael Romero y Arquímedes Herrera, velocistas, o Héctor Thomas (decatlón). Y otros menos notorios.

[2]El tumbaíto es un estilo manifestado en el movimiento, en la manera de moverse. Es como una coreografía que se convierte en motivo de admiración para la mujer. Para un tumbaíto caribeño puede ayudar: https://www.youtube.com/watch?v=QEaV2bjlqNU

[3]https://jergozo.com/diccionario-venezolano/definir/jujú

[4]La palabra correcta es bufadero https://es.wikipedia.org/wiki/Bufaderoy se trata de un fenómeno natural que se da en los litorales rocosos.

[5]En Venezuela lo que en otros países se llama mopa, un trenzado que se humedece para limpiar los pisos, se ha sustituido por el coleto, una tela áspera gruesa que absorbe agua y se arrastra por el suelo con ayuda de un haragán.

[6]Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; / Me pesa haber tomado de tu pan; / pero este pobre barro pensativo / no es costra fermentada en tu costado: / tú no tienes Marías que se van! (del poema Los Dados Eternos de César Vallejo ). https://es.wikisource.org/wiki/Los_dados_eternos


VER LA VIDA (39)

$
0
0

Oscar Tenreiro.

En las vacaciones de Semana Santa de 1952 [1]estuvo por Ocumare Gladys Cova, cuya edad –un par de años más que Jesús– y condiciones familiares le permitían manejar un jeep que estuvo dispuesta, cediendo a nuestra presión y disfrutando también de la gozadera que la actividad producía, a poner a nuestra disposición para que aprendiéramos a manejar; eso sí, con ella a bordo y supervisando. Esta oportunidad parecía un regalo del cielo para nuestra dinámica adolescente porque por esos tiempos era de rigueur aprender a manejar por cuenta de uno y jamás usando un auto-escuela, institución que todo hombre joven consideraba apta sólo para damas. Así como suena.

Pero como éramos muchos, para sentarse al volante había que esperar turno, lo cual equivalía a ser espectador durante toda la mañana, abarrotado el jeep mientras daba vueltas por los lugares sin tráfico, con todos los postulantes en plan festivo. Y apenas después del baño de mar y ya entrada la tarde, podía uno sentarse durante media hora, que era el tiempo fijado, al volante del artefacto. El cual por cierto tenía todo el atractivo que siempre tuvieron los jeeps, cuando la industria automovilística del mundo y particularmente la norteamericana explotaba los aportes industriales estimulados por la guerra y producía siguiendo el concepto, hoy olvidado, de que sus productos fuesen affordables (asequibles) en todas partes del mundo. Y el jeep era así, tal como lo fue unos años después el beetle (escarabajo) de Volkswagen, un vehículo al alcance mayoritario. El de nuestra amiga era básico, con carrocería superior de lona y tubulares metálicos, y estaba bastante trajinado. Circulaban muchos en Venezuela a principios de la década de los cincuenta del siglo veinte. Tenían tracción en las cuatro ruedas, y además mocha que activaba altas revoluciones en el motor para aguantar la marcha o desarrollar potencia extra en grandes pendientes o en algún atasco en barro, esto último muy propio de los caminos improvisados del llano venezolano, difíciles en tiempo de lluvias, lo cual hacía imprescindible al jeep.

Cuando me tocaba mi turno al volante, me parecía un privilegio especial sentarme allí y ser yo el que iba siguiendo el camino para ir a donde decidíamos, previa aprobación de la dueña, que a veces perdía un poco la paciencia ante tanto muchacho deseoso de aprender. Porque sabemos que aprender a conducir es para el adolescente una asignatura indispensable y particularmente placentera, que tiene por otra parte la particularidad de que una vez adquirida una mínima destreza y de matar la fiebre que da en los primeros tiempos, se convierte en algo rutinario y automático sin interés alguno, salvo el utilitario.

Como el jeep era de velocidades como todos los vehículos de esos años cuando no existía la caja de cambios automática, había que usar el embrague (en Venezuela el cloche)[2]para iniciar la marcha. Momento crucial porque si no se tiene el tacto necesario y se saca el cloche demasiado rápido o lo contrario, se producen situaciones un poco ridículas (saltos del vehículo antes de apagarse el motor o un tiempo excesivo antes de empezar a moverse) que hacen recaer en el principiante reprobaciones y burlas. Y por supuesto, nadie quería parecer un niño torpe, así que el momento de arrancar adquiría la importancia de una especie de examen final.

Y andábamos pues por todo Ocumare, el jeep sobrecargado de aprendices de chofer, la dueña como copiloto, atenta y corrigiendo. Y fueron estas lecciones de manejo asunto central de toda la temporada, a pesar de que después de los primeros días ya Gladys ponía cara de fastidio cuando aparecíamos nosotros queriendo continuar el jolgorio. Me parece que le daba la muy fundada impresión de que nadie tenía particulares deseos de estar con ella sino que el objeto de interés era su vehículo, nada más.

Omar Gonzalez, una muchacha amiga de Gladys Cova, yo, Cheo Angarita, Carlos Barreto atrás, adelante sentado Mario Pacheco, un pariente de Gladys Cova al volante y Edgardo cortado, en Ocumare, con el jeep protagonista.jpg

**********

Un día llegaron de Caracas quienes se convertirían en dos nuevos amigos: Mario Pacheco y su hermana Hermenegilda (le decían Meneja), sonoro nombre que se explicaba porque eran descendientes directos de Gómez el dictador, cuya madre y una de sus hijas se llamaba así, parientes pues de la familia amiga –los Ríos Gómez– que tenían una casa al lado del uvero junto al Kiosco de Lourdes, la cual he mencionado un par de veces. Mario congenió muy bien con nosotros hasta llegar a ser, unos meses después, novio [3] de Carlota por un tiempo corto, y en la temporada siguiente, yo de catorce años, volvimos a vernos, esta vez Mario manejando un Chevrolet que su padre le cedía –estaba cerca de los 18 años– para que se moviera por Ocumare, autonomía de movimiento que administraba con prudencia y recato, lo cual no fue obstáculo para que un imprudente, en este caso yo, produjera un episodio que pudo haber sido peor de lo que fue.

Una noche, cerca de las nueve, cuando nos encontrábamos en el Kiosco de Lourdes, me vino la tentación de manejar el Chevrolet de Mario. Ya sentía yo, con la experiencia con el jeep en la Semana Santa y algunas oportunidades de manejar que había tenido en Caracas, que dominaba los secretos del volante, y llevado por mi tendencia permanente de saltarme etapas y hacer las cosas en caliente, resolví pedirle prestado a Mario su Chevrolet para ir de paseo junto con mi primo de Valencia, Carlitos [4], hasta el pueblo de Ocumare, cuyas principales motivaciones eran echármelas [5]de adulto y matar la fiebre de manejar.

Y Mario, si bien lo dudó un poco, me dio las llaves y salimos juntos, yo al volante y Carlitos de copiloto.

Desde el kiosco de Lourdes hasta el puente sobre el río, unos tres kilómetros, era una carretera razonablemente buena; de allí en adelante hasta el pueblo, lo he dicho antes, tenía la particularidad de que solamente estaba pavimentado –con concreto– el canal de ida limitado de un lado por una acequia profunda (unos dos metros) que caía verticalmente. El canal del otro lado era de tierra, así que se circulaba por el canal pavimentado y al encontrarse con un vehículo que venía del pueblo, este debía pasarse al de tierra.

Ya he dicho que era de noche, Carlitos y yo sintiéndonos muy adultos. Luego de pasado el puente comenzaba el canal único y por allí tomamos. Algo después quise cambiar las luces, me distraje e incluso vi hacia los pedales por un segundo, lo suficiente para que la rueda trasera derecha cayera del borde hacia la acequia lo cual produjo en mí la reacción instintiva de tratar de salir dándole al volante en dirección contraria y acelerando…para salir de la acequia fuera de control pasando el canal de tierra hacia la zona boscosa lateral y saltar sobre la enorme raíz de un árbol sobre la cual se detuvo el vehículo, las ruedas traseras dando vueltas en el aire. Apagué el motor y nos enfrentamos al silencio y a la realidad de haber tenido un accidente. Pudo haber sido mucho peor si hubiéramos embestido al árbol y no sólo la raíz, pero no era eso lo que me pasó por la mente sino la culpa y la vergüenza de haber dañado un vehículo ajeno y tener que regresar a contarlo y dar excusas.

**********

Nos bajamos del carro ilesos pero desconcertados, y empezamos a lamentarnos en voz alta en medio de la oscuridad de una manera que si no hubiera sido porque había pasado algo importante era más bien cómica.

¿Qué hacer? estábamos a medio camino del pueblo o de la playa, así que resolvimos caminar por el medio de la carretera hacia el punto de partida, mientras proferíamos toda clase de lamentos. Yo no hacía sino decir en voz alta una y otra vez, coño é la madre, esa maldición tan venezolana, hasta que Carlitos me llamó la atención diciéndome que dejara las groserías que con eso no lográbamos nada (y nos ganaríamos la reprimenda del mundo sobrenatural, creo que pensó) así que nos fuimos calmando mientras caminábamos en medio de la oscuridad…agarrados de manos como si fuéramos una pareja de recién casados. Y no tardó mucho en pasar sin detenerse el primer carro de desconocidos hasta que ocurrió lo previsible: gente conocida se detuvo y nos interrogó sobre lo que andábamos haciendo por allí, a lo cual respondimos con cualquier excusa seguramente muy poco creíble, y seguimos caminando hasta llegar al puente donde pedimos una colita[6]hasta el kiosco de Lourdes en donde nos debíamos enfrentar a Mario.

Y la verdad es que Mario lo tomó con una tranquilidad y generosidad sorprendentes. No se lamentó en ningún momento de las consecuencias y más bien se ocupó al día siguiente de asumir los gastos de una grúa que sacó al vehículo del atasco en la raíz (quedó como suspendido, un metro y medio más arriba del suelo las ruedas traseras) y asumió las reparaciones suponiendo que papá respondería. Y papá respondió no sólo respecto a lo económico sino con sabiduría, lo cual agradecí y fue aplaudido por todos. Me oyó al día siguiente con calma y dijo que se pondría en contacto con el padre de Mario para las reparaciones, que se realizaron sin que yo supiera más del asunto. No me regañó ni me dijo nada fuerte mientras yo le informaba que habíamos ido en la noche misma a inspeccionar el carro, que no había sufrido mucho sino por debajo el tren delantero, y que Mario estaba ya gestionando lo de la grúa. Y sabiendo yo que el asunto iba a tener costos no previstos, me sorprendió enormemente que no se quejara, y que sólo me dijera que nunca se debía pedir un carro prestado. Eso fue todo.

Asunto este último que demostraba algunas cosas. Una, que papá tenía una capacidad de comprensión que podía mostrarse y se manifestó de nuevo años más tarde cuando debió ofrecerle apoyo a Carlota en los conflictos que la afectaron en su matrimonio, lo cual ella siempre valoró especialmente. La otra, que cuando un adolescente reconoce un error, que fue mi caso, la mejor respuesta es la comprensión porque en el reconocimiento de la falta está implícito el deseo de rectificar. Y finalmente que habían quedado atrás los tiempos en los cuales papá sentía la necesidad de apartarse y replegarse sobre sí mismo.

**********

En cuanto a Mario, dejando volar la imaginación con ingenuidad y sin interferencias, pienso que sólo por la actitud de esa noche tendría asegurado un puesto bueno en el más allá.  Y lo digo teniendo en cuenta algo sin duda triste: el trágico destino que tuvo un par de años meses después cuando perdió la vida en un accidente de tránsito en la vía Caracas-Los Teques, él al volante, no sé bien las circunstancias. A todos nos afectó mucho la noticia, así como me afecta ahora rememorarla cuando lo veo en las fotos que aquí muestro. No sólo porque fue una persona tranquila, afable y generosa durante su cortísima vida, sino también porque uno cuando es viejo puede apreciar mejor, me parece, la tristeza que da dejar el mundo. Así lo pienso ahora, y descubrí que lo comparto con ese ícono de la cultura venezolana que fue Arturo Uslar Pietri, quien lo expresa hermosamente en su poema Oficio de Víspera incluido en su libro Manoa publicado en 1973 cuando Uslar tenía 67 años

Soy una criatura,

siento la angustia de irme solo

y de borrarme en sombras,

no quisiera

como los viejos lagartos herrumbrosos,

como las lentas escolopendras incompletas,

que terminara todavía,

el tibio sol de esta tarde.

Saqué el libro de mis estanterías donde estaba un poco perdido en la mañana en la que escribía estas cosas. Lo heredé de mi hermana Carlota quien murió no tan joven como Mario, colmada de vida, a los 41 años. Y pienso que también pudo haber deseado que no terminara su propio sol.

**********

Unos dos años y un poco más después de lo del accidente nuestro, ya más crecidos. Desde la izquierda Pedro Gluecksman, yo, Mario Pacheco, Simón Guevara, en Turiamo. Foto tomada no mucho tiempo antes de la trágica muerte de Mario. Tal vez el carro es el mismo que me tentó.

Carlota de 17 años (1956). Foto tomada por mí en ocasión de un paseo a Cata. Ya nos habíamos mudado a Caracas.

Carlota poco tiempo antes de su muerte.

[1]No estoy seguro de esta fecha pero es la más probable. Yo tenía trece años y unos meses.

[2]El cloche, adaptación de la palabra clutch del inglés, es como se le dice en Venezuela al sistema que permite separar los engranajes de tracción de las ruedas de la acción del motor. La palabra correcta del español es embrague.

[3]Ser novio no pasaba de ser entonces una compañía que permitía intimidades básicas, así que el término es exagerado. Hay países de Hispanoamérica que usan términos para ese estado previo a un noviazgo más estable, como el pololeo en Chile. En Venezuela se usó hace unos años empate pero sigue en uso novio novia.

[4]Carlos Degwitz Figueredo, dos meses menor que yo, mantuvo mucho contacto con nosotros en tiempos adolescentes. Se pasó esa temporada vacacional completa en Ocumare. El diminutivo en su nombre lo heredó de su padre, el tío Carlitos.

[5]Echársela, es un modismo típicamente venezolano. Equivale a presumir. No te la eches es decirle a alguien que no sea presumido.

[6]Un aventón dicen los mejicanos, y autoestop los españoles

VER LA VIDA (40)

$
0
0

Oscar Tenreiro

Avanzaba la edad en nosotros y con ella las preferencias y la importancia de lo importante en la vida adulta: la afirmación del sí mismo, de la personalidad, de las expectativas, de la mirada individual hacia el mundo, hacia el otro y los otros. Y fuera de conceptos sociológicos o psicológicos, se asomaba en nuestra conciencia – sin ser invocado– el mandato bíblico[1]esencial. Avance del tiempo que se revela en lo que he venido narrando: en el ocio, en la diversión, en la contemplación, en el intercambio con los demás. Y yendo más a la intimidad, en el proceso lento y trabajoso de la formación personal.

He hablado aquí de lo que primero se mostró en mi memoria, pasando por alto algunas cosas significativas. Y es que resulta inevitable que, por razones no aparentes, ciertas cosas que tienen peso se muestren en segundo término. Olvidé mencionar por ejemplo entre mis lecturas, Las aventuras de Tom Sawyer y su secuela Las aventuras deHuckleberry Finn, clásicos de Mark Twain que llegaron a la casa como siempre en manos de Jesús, quien tuvo noticia de ellos no sé por qué vías. Se quedaron por allí un tiempo para abrirnos una ventana hacia un mundo propio, al margen de las imposiciones de los adultos y en plena convivencia con un ambiente natural. Reparé en el inexplicable olvido luego de leer por estos días el comentario que Jorge Luis Borges en 1935 le dedicó a Twain, publicado en la revista Sur de Victoria Ocampo. En el cual no sólo, como fue típico de Borges, se sitúa ante el escritor con ánimo de entender su especificidad por la vía de lo menos aparente, sino que destaca su admirable papel de evocador de la fluvial circunstancia en la que toman vida ambos personajes, papel que expresa Borges en la feliz e ingeniosa frase que busca resumir –en pocas palabras, dice– su mérito literario: Mark Twain compuso Huckleberry Finn en colaboración con el Mississippi, río americano y barroso. El caso es que me identifiqué con Tom y Huck, los hice mis amigos, viajé con la imaginación hasta el gran río, y construí una versión personal del paisaje que discurre en sus riberas, versión desmentida drásticamente muchos años después cuando pude visitar Nueva Orleans, a manos del manto de uniformización que se ha extendido sobre los distintos paisajes urbanos –ciudad tras ciudad se empeña en asemejarse a un insistente suburbio– de la inmensa geografía de los Estados Unidos. No sé si me recuerdo mal, pero lo que retengo de la visita es que, si bien el Mississippi, como es previsible, no se había ausentado, a la ciudad no le interesaba mostrarlo ni acercarse a él, y a ningún residente amigo siquiera se le ocurrió –formaba yo parte de un grupo venezolano– que podíamos tomar algo mientras veíamos el río, o que había un lugar desde donde pudiera observarse la majestuosidad de las arcillosas aguas.

Mi decepción fue análoga a la que se apoderó de mí cuando vi por primera vez el Orinoco y esperaba en una de sus márgenes –la del norte– la chalana que transportaba los vehículos al otro lado cuando no había puente. ¿Así que esto que veo –pensaba yo– esa agua marrón que corre lentamente bañando la sucia ribera desordenada y llena de tarantines es el río que corta selvas y marañas fabulosas descrito por exploradores y poetas? Y así como el Orinoco es muchísimo más que aquella primera impresión, el Mississippi está presente lleno de sugerencias, en las páginas de las dos fundamentales novelas de Twain. Y a pesar de que hoy poco retengo de la trama, me quedó la admiración por la libertad de movimiento de Huck, la amistad a toda prueba de él y Tom,  a la vez que retengo múltiples detalles que me llamaron la atención entre los cuales la constante mención a la Escuela Dominical, reunión semanal formativa-educativa en la iglesia –protestante– del pueblo, análoga a mis tardes de catecismo antes de la Primera Comunión. También que un dólar alcanzara para tantas cosas, el curioso nombre de la extraña golosina –regaliz– que masticaban ambos personajes, y finalmente que la lectura hiciese nacer en mí el deseo –que me duró mucho tiempo­– de construir una balsa como las que Huck, un amigo y Tom guían por el río americano, deseo estimulado un tiempo después por otra lectura que tampoco mencioné, esta vez de Selecciones del Reader’s Digest: la de la expedición de Thor Heyerdahl en la balsa Kon-Tiki [2], la aventura más divulgada  de esos años cincuenta del siglo veinte.

La Kon Tiki

**********

Y nuestra balsa fue construida y tripulada, lo he dicho antes. Hizo de agua –mar o río– el pavimento de mosaicos del segundo patio, y la balsa la formaban partes de las cajas donde venían las neveras del negocio de papá. Sobre ellas armamos mástiles y velas dejando un espacio para la cocina, todo a punto para navegar con el máximo respeto por el figurado mar que nos obligaba a estar sobre la balsa rodeándonos con olas, profundidades peligrosas y alguno que otro tiburón de gran tamaño que decíamos avistar.  Destacaban en esta representación rasgos del carácter de cada quien. Yo me tomaba tan en serio el que los mosaicos fuesen el mar, que no se me ocurría por nada del mundo pisar fuera de la madera. No recuerdo que se embarcara Pedro Pablo, pero sí a Edgardo y Carlota que se destacaron como serios y ordenados tripulantes cada quien en lo suyo: Carlota empeñada en preparar alguna bebida que mamá había traído mientras construíamos la balsa y Edgardo con un celo similar al mío dispuesto a poner orden a bordo. Jesús participaba en los preparativos ayudando con las tablas y aportando equipamiento y terminaba como parte de la tripulación estimulado por nuestro entusiasmo. Gracias a su condición de hermano mayor se aseguraba el rango de capitán, pese a que nadie había hablado de jerarquías durante el armado de la nave, pero tal como acabo de decir, en la conducta que se mostraba en estos juegos colectivos se mostraba el carácter de cada quien, y si de buen grado Jesús proponía cambios en el arreglo general de la balsa e iniciaba sin reparos la travesía, al poco tiempo, incomodado con el exceso de convicción acerca de la realidad marina de la experiencia empezaba a fastidiarse de tantas limitaciones de espacio y disciplina y de los gestos y conversaciones que emulaban la realidad imaginada, los cuales yo me empañaba en imponer. Fastidio que lo llevaba a un punto en el que harto de tanta niñería virtual, resolvía no seguir jugando y en medio de la discusión y el conato de pelea, se iba como si tal cosa, caminando por el agua como su divino tocayo, dejándonos a los demás con la rabia de ver boicoteado el juego y derribado el montaje imaginativo.

**********

El tigre de la Malasia.

Tenían que llegar a nuestras manos las novelitas de aventuras de Emilio Salgari https://es.wikipedia.org/wiki/Emilio_Salgari inventor de Sandokan, el tigre de la Malasia, sus secuaces Los tigres de Mompracem, el Corsario Negro, cuyo señorío estaba en el Caribe, y muchos otros personajes que actuaban en las más diversas geografías. Se publicaban en formatos pequeños con una portada dura a color y tenían un atractivo especial que me cautivó, al igual que a muchos de mis amigos y miles de lectores regados por el mundo. Soy incapaz hoy de recordar las peripecias de estos personajes, pero me ayudaban a transportarme a los más remotos lugares acompañando a estos piratas que en fin de cuentas no eran mala gente sino atractivos aventureros cuyas hazañas eran seguidas por muchachos –Salgari encantaba al mundo juvenil– regados por todos los continentes. De nuevo la lectura llegaba a cada uno de nosotros ayudándonos a viajar hacia lugares desconocidos, a transportarnos muy lejos, a reproducir las imágenes que el escritor proponía haciendo el ejercicio de construir paisajes, personas, lugares; y si éramos capaces, a saltar a un mayor nivel de comprensión hacia las ideas, los conceptos, la maduración de puntos de vista; en fin, todo lo que viene a ser la capacidad casi milagrosa que la palabra escrita –la literatura– tiene. Y al decir eso a propósito de mi lejana infancia aterrizo en el presente, el cual no podría navegar superando las circunstancias que en Venezuela oprimen el corazón y embotan la capacidad de pensar, si no fuera porque cuento con esta posibilidad de hilar palabras y esperar con ellas, siguiendo al filósofo, decir lo que se pueda decir. Entre tantas cosas, este ejercicio difícil de intentar la superación del olvido que nos aguarda a todos, me ha permitido pensar y al pensar recuperar, reencontrar, desarrollar para usar la palabra del verso de Vallejo[3] para reponerme de la un poco enfermiza tendencia a la tristeza que me viene acosando en el último año.

**********

Y he aquí que encuentro apoyo para desarrollar, para moverme con el pensamiento, en la anécdota sobre la cual he hablado varias veces en este blog[4], protagonizada por mi hermano Jesús y su gran amigo Mory Krasner, quienes  actuaron –estudiaban sexto grado de primaria, 1945-46– como Alejandro Magno y el filósofo Diógenes de Sínope https://es.wikipedia.org/wiki/Diógenes_de_Sinope en una velada del colegio San Pedro Alejandrino, que convirtió al pequeño teatro del Ateneo de Maracay en un pedazo de la ciudad griega de Corinto, donde según la leyenda se encontraba de paso con sus ejércitos vencedores Alejandro Magno. Corría el siglo cuarto a.C. Diógenes el perro, hijo de Icesio, banquero, natural de Sínope [5], filósofo, vivía allí, se alojaba en un tonel y dependía de la caridad de los demás para su subsistencia, escandalizando con ello a la ciudad donde dejó la huella de frases, desplantes y modos de actuar que quedaron en la historia. Entre ellas, se decía que se desplazaba portando una linterna con la cual buscaba a un hombre genuino; figura, la del hombre sabio portando la luz que le permitirá descubrir el ser auténtico oculto en la hojarasca del mundo, que se convirtió en tema del arte haciéndola perdurar y llegar hasta nosotros.

Diógenes, por José de Ribera (1636)

Diógenes buscando un hombre, de Jacobo Jordaens (1642)

Alejandro Magno y Diógenes por Gaetano Gandolfi (1792) Publicado ya el 5-3-16

Y fue por iniciativa de Mercedes Hernández, la directora y dueña del colegio, que nuestros dos niños recitaron, Jesús como Alejandro cubierto con el cubrecama de mamá, Mory como Diógenes, en traje de baño, el poema de Ramón de Campoamor (1817-1901)https://tonazo.wordpress.com/2008/04/23/alejandro-magno-contra-diogenes-el-cinico/que recrea en lenguaje poético el imaginado diálogo que se produjo cuando el poderoso Alejandro quiso conocer a Diógenes en su pobrísimo tonel. Diálogo que termina cuando cada uno impreca al otro: ¡Miserable!…y Jesús-Alejandro hacía un gesto violento con su túnica y salía raudo de la escena ante el regocijo de la audiencia.

**********

Y es la mirada que pasa a través de la maraña lo que me sorprende. Que rememorar un episodio que podía haber sido intrascendente me haya llevado a mí, simple relator 75 años después, tan lejos como para indagar en las enseñanzas de aquel distante y pintoresco filósofo encarnado por nuestro amigo Mory una tarde provinciana en un lugar perdido del planeta. Enseñanzas concentradas de modo singular en la anécdota del encuentro entre príncipe y sabio, la cual –lo obtengo de Internet– dice el hoy muy conocido filósofo alemán Peter Sloterdijk (1947), en su Crítica de la Razón Cínica, que “es tal vez, no sin justicia, la más conocida anécdota de la antigüedad griega. Ella demuestra en una pincelada lo que la antigüedad entendía por sabiduría filosófica –no tanto un conocimiento teórico sino un duradero espíritu soberano…el hombre sabio da la espalda al principio subjetivo del poder, de la ambición, de la urgencia a ser reconocido. Es el primero, suficientemente desinhibido, como para decir la verdad al príncipe. La respuesta de Diógenes niega, no sólo el deseo del poder, sino el poder del deseo en sí mismo.”

Cuando Mercedes Hernández escogió el poema de Ramón de Campoamor que frasea el famoso diálogo, demostraba en primer lugar una curiosidad cultural que sorprende en alguien dedicado a la enseñanza primaria, a la vez que indicaba su preocupación sobre la dimensión ética de su labor de educadora pues obviamente su selección no estaba desprovista de contenido educativo, de intenciones de mostrar una visión ética que si bien podía escapársele a los más niños estaba abierta a la reflexión de los mayores. En todo caso, sean cuales hayan sido sus intenciones, ella no podía haber imaginado que muchísimos años después (tanto ella como los niños ya ausentes de la vida), el episodio escolar sería recordado por un imprevisible cronista de ciertas cosas del mundo en el cual ella vivió, al cual yo personifico, para recoger el eterno mensaje que nos muestra la imagen del  hombre sabio que da la espalda al principio subjetivo del poder…

Y es esa sorprendente concurrencia de acciones que parecen inconexas y se mezclan entre sí para llevarnos a pensar y repensar, a reflexionar sobre lo que es la vida con su inmensa complejidad expresada en el tejido de vivencias que terminan abriendo puertas no previstas, lo que justifica el esfuerzo un tanto insensato en el cual me he embarcado por voluntarioso o por empeñado, al recordar en estas notas autobiográficas tantas cosas del espacio físico y psíquico en el que transcurrió mi infancia y la de mis hermanos.

**********

Pero el voluntarismo tiene sus límites y la memoria no alcanza demasiado, por lo cual hoy llego al fin de estos relatos. Me han sido útiles, espero que lo hayan sido para otros. Entre los comentarios que he recibido, los menos frecuentes han sido los de gente cercana en afecto o amistad, mientras que lejanos y a veces desconocidos lectores me han hecho llegar palabras más sensibles identificadas con mis deseos de evocación. He debido luchar conmigo mismo para vencer la tendencia a abandonar la tarea, la cual he temido que sea vista como innecesario exhibicionismo. Sin dejar de recordar que en la primera nota dije que mi intención al comprometerme con esa parcial reconstrucción de mi pasado y del de mis hermanos, fue la de darle voz a personas que han sido parte de mi historia personal y no han tenido, como sí ha sido mi caso, posibilidades de permanecer vivos, gracias a la escritura, para gentes que al leer se asoman a lo que fue. Tratando además al narrar episodios reales, de re-crear atmósferas, ambientes, modos de actuar, que forman parte de un patrimonio común: el de quienes hemos nacido y crecido en este lugar del mundo. Cuestión por cierto que reafirma una convicción muy personal: la de que estos países inmaduros, contradictorios y de muy corta historia, precisamente por ser así, recién llegados, por estar libres en cierto modo del peso de muchas generaciones anteriores cargadas de mensajes, aportan a la tarea de crear cultura, entre otras muchas cosas, una frescura que es propia e intransferible y origen de buenas cosas que nosotros mismos somos incapaces de reconocer.

Y esas buenas cosas se dan en todas partes y todas circunstancias. No hay vivencia por modesta que sea en sí misma que no lleve en ella el germen de algo que la trasciende. Esa tal vez sería la mejor enseñanza que este ejercicio me ha dejado. Y debo decirlo con claridad porque a mí mismo se me olvida, se me escapa podría decir, sobre todo en esos momentos de desaliento o impaciencia que se han venido haciendo característicos de estos tiempos venezolanos.

Y no digo más. Simplemente me despido, por ahora. En Noviembre de 2020 a cuatro días de mi 81 cumpleaños.

[1]Génesis 1:28

[2]El cruce del Pacífico de la Kon-Tiki, desde El Callao-Lima hasta la isla polinesia de Raroia, a la cual llegó el 7 de Agosto de 1947 https://es.wikipedia.org/wiki/Kon-tiki_(expedición)

[3]Intensidad y Altura. César Vallejo. De su libro Poemas Humanos (1939).

[4]Me referí a ella varias veces. La primera publicación fue el 3 de Septiembre de 2011 con el título No me tapes el sol. También el  5 de Marzo de 2016, con el título Confecciones (9), la cual fue la mención más completa y sugerente. Invito a leerlas para entender mejor de lo que hablo.

[5]Frase tomada de Vidas de Filósofos, de Diógenes Laercio, Pág. 13. Vol. 2. Editorial Iberia, Barcelona 1986.

JORGE ANGULO, ARTESANO Y AMIGO

$
0
0

Oscar Tenreiro

Desde hace algún tiempo me ocurre algo que es más común de lo que pudiera pensarse: a la vista de una vieja construcción hecha con materiales naturales se dispara en mí un instantáneo interés. La piedra en sus distintas formas, el barro como adobe, tapia, o humilde bahareque, la madera curada por el uso y el tiempo, los pisos de lajas, de adoquines o panelas de arcilla, todos ellos elementos propios de una forma de construir de tiempos anteriores que coinciden en llamarme la atención, a observarlos con cuidado, a que me detenga a considerarlos. Me invitan a reconstruir espacios, lugares y rincones, imágenes escondidas en la memoria –la mía y la de muchos de aquí– que nos son propias y en cierta manera están platónicamente en nuestra alma como una de las diversas caras de lo que llamamos identidad. Estas imágenes persisten, pueden aparecer en un sueño formando parte de la historia personal que será olvidada al despertar, y siempre permanecen al acecho, entre tantos recintos, aposentos, naves, cubiertas, texturas, colores, perspectivas, que revolotean en la imaginación de cualquier arquitecto para colmar la obsesión de lograr reconstruir como nueva síntesis esas atmósferas, a veces inasibles, que van más allá de lo inmediato y son privilegio de la buena arquitectura. Atmósferas que fueron parte de nuestra experiencia humana y nos dejaron huella permanente sin que podamos hablar de un cuándo y un cómo, quedándose en el pensamiento para impulsarnos a aprender de ellas.

**********

Esa fue la razón por la cual subiendo desde la encrucijada de la vía que viene de El Vigía se divide en dos para llevar a la derecha a Apartaderos, a la izquierda  hacia Mérida, un celaje[1] marrón entrevisto un instante entre ramas de árboles despertó en mí la ansiedad de ir a lo que anunciaba: unos altos muros de tapia que rodeaban un recinto allá abajo en el angosto valle que precede a la subida de la carretera que lleva a Mérida. A su encuentro decidí encaminarme.

Era el fin del mes de Agosto de 1993 y andábamos mi mujer Nubia y nuestros tres hijos Victoria, Lorenzo y Juan, recorriendo los Andes venezolanos en la vieja camioneta que fue vehículo de excursión por años, exploración familiar que nos dejó los más gratos recuerdos. Así que tratando de explicarle al pasaje la razón de tan intempestivo regreso, di la vuelta y conduje hasta la entrada de la vieja casa de la Hacienda La Victoria, hacienda de café cuya casa principal era en el primer cuarto del siglo veinte –desde 1922– el lugar de habitación de Calógero Paparoni, esposa e hijos, italiano y merideño quien sería el patriarca de una familia profundamente arraigada en Venezuela[2]. Y se alojaban en ella también los trabajadores que procesaban el café, además de todas las dependencias necesarias para el secamiento de los granos, depósito y procesamiento, múltiples actividades que explican las considerables dimensiones de la casa, la cual estaba en ese momento en la fase final de un proceso de restauración promovido por la Gobernación del Estado Mérida para destinarla a los Museos del Café y de la Inmigración, funciones que supongo continuarán hoy pese a la inmensa crisis que nuestro país vive.

Y movidos por la curiosidad, yo husmeando aquí y allá, entramos por la puerta principal encontrándonos en el corredor que desde el ala principal de la casa mira hacia los patios de secado del café, con uno de los responsables de la restauración: Gerardo Angulo, quien junto a sus hermanos, Jorge, Alí y Aníbal recibió de Fidel su padre [3]el dominio constructivo que les dio la experticia para encargarse de la restauración y reconstrucción parcial de la hermosa casona. Experticia en la cual es asunto de importancia la técnica de la tapia, del barro apisonado en gruesos muros con capacidad de carga, que desde lejanísimos tiempos se utilizó en las culturas del medio oriente y llegó hasta nosotros con la colonización española. Gerardo nos llevó por todo el edificio explicándonos aspectos de las técnicas que utilizaban, la selección de las maderas para la reconstrucción de los techos –de lo cual se encargaba Jorge– y respondiendo las preguntas que mi deseo de entender mejor planteaba.

**********

Nos informó así Gerardo de distintas cosas que incluí en el comentario principal de la página sobre Arquitectura y Ciudad que tenía a mi cargo en el Diario de Caracas, el 7 de Noviembre de 1993, y de la cual extraigo esta líneas: …proyecto inicial de rescate hecho en la ULA [4]como tesis de Grado, con la coordinación del Arq. Gustavo Días Spinetti y asesoría en restauración del Arq, Enrique Cerón. Se trata de una construcción de barro, en tapia, …con características fundaciones de piedra, que se desarrolla en torno a un hermosísimo patio de secado del grano, que corre siguiendo la suave pendiente del terreno en dirección hacia el río, flanqueado de corredores con estructura y techumbre de madera… En uno de los cuerpos posteriores de la casa… se encontraba en ese momento una cuadrilla en proceso de elaboración de una sección de tapial. Mientras observábamos el trabajo del grupo nos llamó poderosamente la atención el acabado de los frisos de los grandes muros ya terminados, con texturas y colores derivados del material arcilloso…de vuelta en el patio me causó especial admiración el cuidado del constructor por todos los detalles propios de la artesanía del barro y la madera: los anclajes de las columnas hechas en ladrillos especiales cilíndricos moldeados expresamente, los brocales que dividen las distintas zonas del patio, también hechos con ladrillos especiales, el respeto cuidadoso por la forma tradicional (de difícil ejecución pero esencial para la configuración original) de construir los pórticos de los corredores siguiendo la pendiente del patio, la ejecución de las esquinas de los tapiales con inserciones de ladrillo, la reconstrucción de las tejas y muchos otros detalles

Hacienda La Victoria en 1993

Patio de secado del café

El patio desde el lado contrario. Obsérvese el detalle de ladrillo que recibe la columna de madera.

Nubia en el corredor.

El corredor.

Uno de los patios internos.

El friso –revoque–a base de barro que protege la tapia. Su ejecución es delicada.

**********

Al final de aquella visita quedó en mí no sólo la admiración por el trabajo de los Angulo, cuya casa familiar visitamos en Ejido, cerca ya de Mérida, para conocer a Fidel y al resto de la familia, sino la tentación, que se fue guardando poco a poco en mi intimidad como un designio, de construir algo utilizando la tapia y a ellos como constructores. Y pasaron unos años hasta que, impulsado por los criterios de diseño que establecí para el proyecto del Centro de Asistencia al Atleta en San Carlos, Edo. Cojedes, que con motivo de los Juegos Deportivos Nacionales se me encargó en el año 2002, se presentó una oportunidad: el muro ciego de huella circular, una especie de muralla que crea el recinto en el cual se inscriben las distintas dependencias del edificio. Ese muro podía, o más bien debía, ser de tapia para que la presencia del edificio en el contexto –amplio, con visuales desde todas las direcciones– se materializase en la textura y el color del barro apisonado, convirtiéndose además –esto tal vez lo más importante– en símbolo de la tierra nuestra en ese punto de la geografía, la puerta de los míticos Llanos de Venezuela. Lo diseñé con un coronamiento de concreto que protegía de la lluvia y con fundaciones de piedra además de un remate final de cada una de las secciones, también en piedra. Y tomada la decisión arquitectónica, quedaba hacer contacto con los Angulo y ponerlos como equipo de trabajo en contacto con la empresa constructora.

Planta general. Al muro lo divide en dos secciones el edificio principal, en el eje central del círculo.

Jorge Angulo, el segundo de los hermanos, se convirtió en mi interlocutor principal y asumió personalmente la responsabilidad de la construcción del muro, para lo cual se asoció al ingeniero merideño Luigi Falletta. Entre ambos, además de la preparación de todo el instrumental y los procedimientos exigidos por la tapia, dispusieron un encofrado para el coronamiento respetando la curvatura de la huella, el cual desmontaban y reutilizaban a medida que se sucedían las distintas secciones, cada una de un desarrollo de alrededor de diez metros. Terminaron dentro de fechas y el acabado fue impecable; su eficiencia los hizo acreedores a otro encargo: el de la colocación de las tejas planas de arcilla de los techos, que también cumplieron sin problemas.

Y quedó el muro allí, para muchos años espero, hecho con sus manos, las manos de Jorge y de otros dirigidos por él, muro que en cierta manera es representación de sus personas, tal como decía mi hermano Jesús a propósito de las arquitecturas que realizamos, representación de él y de otros muchos como él que lo acompañaron esa vez, asociados a la arquitectura que hacen posible: condición de la vida y de sus huellas en el paisaje. Son los obreros cuyo hacer construye lo que nos pertenece a todos.

El muro y el techo de panelas de arcilla son las palabras más fuertes que el edificio dice.

Y digo todo esto con un tono que si bien puede ser visto como sentimental sale de la tristeza –y lo que la acompaña– que me invadió al saber que Jorge murió repentinamente hace un par de semanas sin que tuviéramos oportunidad de hacer otras cosas juntos, como estuvimos deseándolo a lo largo de los últimos años. Me llamó una mañana para decírmelo su viuda, Fabiola Mora [5], madre de Julio José, adolescente temprano. Ella se casó con Jorge en 1999 unos años después de la visita cuyas fotos muestro aquí, las mismas que le mandé a él no hace mucho, a raíz de haberme enviado una felicitación por el día del arquitecto a comienzos de julio, mensaje que me hizo rememorar el origen de nuestra amistad. La llamada de Fabiola –mujer fuerte– me conmovió porque por estos últimos tiempos la muerte y su incomprensible irrupción –por azarosa y muchas veces cruel– me toca lo más profundo. Y al decirme que hizo la llamada porque Jorge había apreciado siempre nuestra amistad, eso fue mucho para un sentimental como soy en estos años que he llamado crepusculares. No pude evitar entonces que se me quebrara la voz y nublara la vista. Me pasa al saber que los amigos se van.

El muro es Jorge Angulo, diría Jesús Tenreiro…

El muro tiene remates de piedra en sus extremos. Obsérvese como se cierra al final el alero de protección de concreto.

**********

Se había establecido una relación personal entre Jorge y yo. Me llamaba con cierta frecuencia para contarme de sus andanzas, una de ellas la comercialización en pequeña escala de maderas duras que había comprado en Upata. Me escribía por correo electrónico y una vez establecido WhatsApp me enviaba textos, me saludaba en Navidad o en ciertas fechas, y me contaba sobre lo que hacía, como cuando se vino a Caracas hace un tiempo buscando oportunidades de trabajo, escasas en su Mérida natal. Sé que luchó por la supervivencia, como estamos luchando todos, e insistía en ciertos momentos en decir cosas certeras acerca del fraude político que ha destruido a Venezuela, conocedor como era de mi radical actitud de denuncia, la cual no dudé en hacer notar, ante él y ante quien quisiera oírlo, aún en medio de las obras de San Carlos hechas en los primeros tiempos del proceso destructor que confiscó a Venezuela. Como cuando me envió por WhatsApp el 17 de marzo de 2019 –estaba yo en España– un artículo de Antonio Pérez Esclarín escritor e intelectual español-venezolano (1944) referido al libro El hombre en busca de sentido del psiquiatra judío Viktor Frankl, prisionero en un campo de concentración, libro del cual Pérez Esclarín extrae frases que apelan a la conciencia personal frente a una realidad que trata de aplastarnos, perfectamente aplicables a la situación venezolana. Frases como esta: …De nosotros depende: rendirnos, lamentarnos y tratar de acomodarnos e incluso aprovecharnos del desastre que vivimos; o trabajar con decisión y pasión por salir de él, estando incluso dispuestos a pagar las consecuencias de nuestra opción por la libertad y la dignidad para todos. Y un poco después Jorge, el 16 de Julio del mismo año, ya yo de regreso a Venezuela, me mandó la entrevista que se le hizo al psiquiatra Franzel Delgado Senior, hijo de Kotepa Delgado, cofundador de  Partido Comunista de Venezuela y de Ana Senior, pionera en las luchas por los derechos de la mujer, entrevista en la cual Delgado Senior equipara al movimiento político que ejerce el poder en Venezuela con una secta, lo cual coincidía con lo que yo había escrito y publicado en este Blog el 22 y 29 de Junio de 2019, coincidencia que le comenté a Jorge: …efectivamente este gobierno funciona como una secta. Una secta dirigida por criminales. Con estos dos mensajes producto de sus búsquedas por Internet, Jorge revelaba deseos de comunicarse usando palabras de otros, deseos que es ahora con su muerte cuando los comprendo mejor. Lo ayudaban a mostrarme su actitud crítica, porque sabía que en los años iniciales de la aventura política que ahoga nuestro país había sido más bien indiferente. Y hasta la caricatura que me mandó el Día del Arquitecto de este año reflejaba claramente cuales eran sus esperanzas para nuestro país.

Caricatura que me envió Jorge el Día del Arquitecto, este año.

**********

Un par de años después de terminar mis estudios de arquitectura tuve oportunidad de conocer ese prodigioso monumento gótico de piedra arenisca roja, trabajada hasta casi convertirla en filigrana, que es la Catedral de Estrasburgo [6], construida entre comienzos del siglo once y terminada –no completamente– casi a mediados del siglo quince. Mucho tiempo después, tal vez hace unos 25 años, en uno de los seis volúmenes que pude comprar y aún conservo de los veinte que tenía la Historia del Arte-Summa Artis de José Pijoán (1881-1963), con la cual complementaba sus clases Eduardo Crema nuestro serio y culto profesor de esa materia, encontré la foto de una escultura de tiempos góticos identificada como El arquitecto de la Catedral de Estrasburgo. Supongo que esa escultura está en alguna parte de la catedral y que por supuesto no representa al arquitecto, así en singular, sino a uno de los muchos maestros constructores –deben ser llamados arquitectos– que participaron durante cuatro siglos en la construcción de tan maravilloso edificio. Y como normalmente no se conocen sus nombres y mucho menos sus efigies, me interesé siempre en tener a mano la cara de ese antecesor de mi oficio, y hasta la tengo desde hace tiempo en un rincón de la pantalla de mi computadora.

El arquitecto de la Catedral de Estrasburgo (tomado de Summa Artis de José Pijoán)

Pues bien, ahora al recordarme de Jorge Angulo y su contribución a la imagen de un edificio que pensé y logré realizar sin que lo estropearan demasiado las necedades de los militarzuelos bajo cuya autoridad se construyó, quisiera especular en algo que sé imposible: que en cada edificio terminado haya un espacio consagrado a la gente que con su experticia personal contribuyó a darle forma. Un lugar en el cual, como ocurre con ese arquitecto de tantos siglos atrás, pueda el visitante tener la posibilidad de recordar a esas personas o apreciar sus facciones cuando vivían. Y no es que pretenda que lo que uno construye tenga la significación de un monumento al cual se rinde tributo, sino porque resulta injusto que se olvide tan fácilmente a gente sin la cual esa arquitectura no hubiera sido la misma que logró ser. Hoy quisiera decir que el Centro de Asistencia al Atleta de San Carlos no sería lo que es sin el muro de barro que lo circunda, y que ese muro de barro lo construyó mi amigo Jorge Angulo, quien se ha ausentado en forma repentina dejándome –dejándonos– el recuerdo de su bonhomía, su saber ser y su saber hacer. Y la huella de su amistad.

[1]Uso aquí celaje como presagio o indicio de una cosa esperada o deseada,  presagio derivado de una imagen súbita, semioculta entre otras, tal como se usa en el lenguaje coloquial en Hispanoamérica e incluso en el poético como lo hace por ejemplo César Vallejo en la última estrofa de su soneto Idilio Muerto: Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje…https://www.poesi.as/cv180cc.htm

[2]Un descendiente de Calógero, es el ingeniero Mario Paparoni (1932), Director de la División de Estructuras del Instituto de Modelos y Ensayos de Materiales de la Universidad Central de Venezuela UCV. Fue el ingeniero principal de la interesante estructura de las torres (55 pisos) de oficinas de Parque Central, en Caracas, proyecto de la Oficina de Arquitectura Siso y Shaw, cuyo arquitecto principal fue Daniel Fernández-Shaw (1933-2016).

[3]Fidel Angulo moriría en Abril de 2005.

[4]Universidad de Los Andes, con sede principal en Mérida, donde funciona una Facultad de Arquitectura y Diseño desde fines de los años cincuenta del siglo veinte.

[5]Se casaron en 1999, Jorge tenía ya un hijo: Jorge Luis Angulo Guillén.

[6]Fue a mediados de 1961 https://commons.wikimedia.org/wiki/Category:Cathédrale_Notre-Dame_de_Strasbourg, Fui también a Colmar para ver el Retablo de Isemheim de Mathias Grünewald https://es.wikipedia.org/wiki/Retablo_de_Isenheim – /media/Archivo:Grunewald_Isenheim1.jpg

VENEZUELA: CONSULTA POPULAR ENTRE EL 7 Y EL 12 DE DICIEMBRE 2020

$
0
0

Produce asombro ver cómo un régimen político nacido de un movimiento que literalmente ha acabado con Venezuela, sojuzgando y manipulando a un pueblo que nunca en su historia ha llegado a los actuales niveles de pobreza y de abandono por parte del Estado, logra mantenerse en el poder hasta convertirse, no sólo en guarida de la pandilla criminal que lo disfruta sino en escudo protector de una oligarquía que disfruta su riqueza corrupta en las más obscenas formas. Y a ese asombro se suma la comprobación de cómo se han montado sofisticados y muy comprobados –made in Cuba– mecanismos represivos ayudados por la muy reciente práctica de las “Fake News” y el lamentable choque de egos entre algunas figuras teóricamente opositoras que no comprenden que desmontar el “apparátchik” revolucionario-narcotraficante requiere mantener a toda costa la unidad y dejar atrás las ansiedades de figuración y de “tener la razón”. Ante la perspectiva de un futuro político y social para nuestro país confiscado por ese Régimen en nombre del mito revolucionario, se hace necesario pronunciarse con claridad en contra de sus intenciones de consolidarse, y para ello se nos ofrece un mecanismo que, si bien no es determinante, sí puede tener el impacto necesario en la opinión pública nacional e internacional demostrativo del mínimo apoyo que el pueblo le da a la Dictadura. Y no hay duda que eso tendrá consecuencias.

Al simulacro eleccionario que escenificará el Régimen el seis de Diciembre a raíz del cual ya sus personeros han proferido distinto tipo de amenazas (“¡el que no vote no come!” ha dicho con total desfachatez el número dos) debemos responder, no sólo con la abstención, que la ejerceremos, sino cívica y afirmativamente con la Consulta Popular. Dejo aquí constancia que tanto yo como todos los de mi familia votaremos en ella y utilizo este espacio para pedir que hagan lo mismo los venezolanos que esto lean, tanto residentes en nuestro país como en el extranjero. Y si quisieran oír argumentos a favor de esta crucial manifestación cívica, indico un link que permite conocer los razonamientos del Padre Luis Ugalde, figura indiscutible de la resistencia cívica venezolana, quien en entrevista reciente se pronunció a favor de la Consulta Popular con argumentos sólidos y radicalmente democráticos:   https://www.youtube.com/watch?v=RPxRVeY8l1A&feature=emb_logo

 Oscar Tenreiro

 Caracas 1 de Diciembre de 2020

 

CONSULTA POPULAR CONTRA EL CINISMO

$
0
0

 En el diccionario de la RAE se dice que cinismo es “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”, y también “impudencia y obscenidad descarada”.

Cinismo es una palabra que define bien la actitud que mueve la conducta pública de los dirigentes principales de la caricatura de revolución que ha confiscado a Venezuela. Cinismo que se muestra una vez más cuando desde las alturas de su ilegítimo poder y con “desvergüenza y obscenidad descarada” hablan del evento publicitario que se viene escenificando hoy en Venezuela como que si se tratara de unas elecciones democráticas. Porque está claro para ellos y para todo aquel que conozca un poco lo que viene ocurriendo en Venezuela, que estas elecciones no tienen validez como expresión genuina del pueblo; que son sólo una mascarada destinada a darle apariencia legal a lo que es fruto de maniobras y componendas, y que se realiza simplemente para ampliar y consolidar un poder político ilegítimo. Su resultado servirá para darle apariencia democrática a un Régimen que ha practicado y aumentado todas las perversidades típicas de cualquier dictadura, construyendo una asamblea nacional (va sin mayúsculas) a la medida de sus intereses, en la cual le dejarán entrada a un puñado de aparentes opositores que vendieron su conciencia participando en este simulacro.

Hace ya bastante tiempo que escribí diciendo que el logro más notorio de la supuesta revolución es convertir al cinismo en política de Estado. Así ha sido a lo largo de veinte años. Nunca como en estas dos décadas se mintió desde el poder más descaradamente y sin expresar siquiera el mínimo deseo de cubrir las apariencias. Ya he hablado del asombro que produce, si no fuese pura y simple rabia, que el número dos del Régimen reconozca que obligan a votar hoy manipulando la necesidad de comida del pueblo. Un ejercicio del cinismo que es descendiente directo del que practicaba el ya casi olvidado Ausente cuando se expresaba sobre cualquiera de los temas importantes en toda sociedad del mundo de hoy: mentía a sabiendas e insistía en la mentira para tratar de convertirla en verdad.

Y una de las formas de contribuir a la derrota de ese cinismo, un modo de consignar nuestra voluntad personal de superarlo y trabajar a favor de la recuperación de nuestro derecho a elecciones “libres, justas y verificables”, estará desde mañana a nuestro alcance: la Consulta Popular. A ella concurro y animo a que concurran otros. Es un paso firme, una manifestación de que nuestra voluntad es capaz de imponerse por sobre los obstáculos.

 Oscar Tenreiro

6 de Diciembre de 2020

Viewing all 400 articles
Browse latest View live